Ponencia inaugural del Foro Nacional de Educación 2012:
Formar para la Ciudadanía es educar para la Paz.
CAE LA NOCHE SIN QUE NOS HAYAMOS ACOSTUMBRADO A ESTAS REGIONES
William Ospina
Es extraño que una especie que lleva más de un millón de años en este planeta, que hace cuarenta mil años inventó el lenguaje y el arte, que hace quince mil ya construía casas y poblados, que hace diez mil en Ecuador y en Mesopotamia ya cultivaba la tierra para obtener alimentos, que en Oriente hace nueve mil años ya domesticaba animales, que hace ocho mil quinientos ya empujaba ganados por el África, que hace seis mil ya tenía ciudades, que hace cinco mil ya andaba sobre ruedas, que hace cuatro mil quinientos años producía seda con los capullos de los gusanos, guardaba reyes en pirámides y sistematizaba alfabetos, que hace cuatro mil años ya levantaba imperios, todavía tenga que preguntarse cada día cómo educar a la siguiente generación.
Pero la verdad es que casi todas las culturas anteriores supieron trasmitir sus costumbres y sus destrezas, y para ello servían sin duda filosofías y religiones que siempre creían en el futuro, en tanto que en nuestro tiempo parece cundir por el planeta una suerte de carnaval del presente puro que menosprecia el pasado y desconfía del porvenir. Tal vez por eso nos atrae más la información que el conocimiento y más el conocimiento que la sabiduría. Los medios de comunicación alimentan y se alimentan de esa curiosa fiebre de actualidad que hace que los diarios sólo sean importantes si llevan la fecha de hoy, que los acontecimientos históricos sólo atraigan la atención de los públicos mientras están ocurriendo, porque después se arrojan al olvido y tienen que llegar pronto otras novedades a saciar nuestra curiosidad, a conmovernos con su belleza o con su horror.
En la política, la mera lucha por el poder termina siendo más urgente que la responsabilidad de ese poder, puesto que casi nadie les pide cuentas a los que se fueron y lo imperativo es decidir quiénes los reemplazarán. La pugna de los liderazgos personales parece eclipsar en todo el mundo la atención sobre los programas, el debate sobre los principios. Los líderes se preguntan todo el día de qué manera recibirán los electores tal o cual promesa, si se decepcionarán de ellos por proponer o decidir tal o cual cosa, y la tiranía de lo conveniente y de lo eficiente reemplaza en las campañas los principios y las convicciones. Nadie habría pensado en otros tiempos que los pastores sólo pudieran decir lo que está dispuesto a escuchar el rebaño, pero es que la palabra liderazgo va perdiendo su sentido de orientación y de conocimiento para ser reemplazada por la mera astucia de la seducción, por todos los sutiles halagos y señuelos de la publicidad.
Ello no significa que sean los pueblos los que ahora deciden, porque a los pueblos hay poderes cotidianos que les gobiernan sus emociones, les modelan sus gustos y les dirigen sus opiniones: los gobernantes necesitan ser elegidos, pero una vez en el poder no harán necesariamente lo que prometieron sino lo que más convenga a los intereses que representan, que no siempre son los de sus electores.
Fuerzas muy influyentes y muy poderosas gobiernan el mundo, y pasa con ellas lo que con las letras más grandes que hay en los mapas, resultan ser las menos visibles, porque las separan ríos y montañas, ciudades y provincias, meridianos y paralelos. ¿En qué consiste entonces esa aparente seducción de las multitudes, que sólo quieren decirles lo que están dispuestas a oír, aunque en realidad se gobierna a sus espaldas y no siempre a favor de sus intereses?
Nietzsche decía que cualquier costumbre, aún la más insensata, es preferible a la falta de costumbres. Sin embargo nuestra época es la de la muerte de las costumbres: cambiamos continuamente tradiciones por modas, conocimientos comprobados por saberes improvisados, arquitecturas hermosas por adefesios sin alma, saberes milenarios por fanatismos de los últimos días, alimentos con cincuenta siglos de seguro por engendros de la ingeniería genética que no son necesariamente monstruosos pero de los que no podemos estar seguros, porque más tardan en ser inventados que en ser incorporados a la dieta mundial antes de que sepamos qué efectos producirán en una o varias generaciones, todo por decisión de oscuros funcionarios que no parecen ser lectores de Montaigne y de Séneca, y que no siempre pueden demostrar que trabajan para el interés público. El doctor Frankenstein es ahora nuestro dietista, y el Hombre Invisible toma las decisiones delicadas que tienen que ver con nuestra salud y con nuestra seguridad.
Hoy tenemos a veces un sentimiento que no tenían las generaciones del pasado: el de estar viviendo en un mundo esencialmente desconocido. Mientras el maíz que comíamos era el mismo que habían comido nuestros antepasados durante miles de años, no teníamos por qué sentir ante él ninguna aprensión. Mientras los alimentos pertenecían a una dieta largamente probada, cuyos efectos habían disfrutado padres, abuelos y trasabuelos, podía haber una cierta confianza en el mundo, aunque quedaran muchas culturas por conocer, muchas religiones por comprender, muchas lenguas por traducir.
Cada quien vivía en su tribu, en su nación, en su cultura, pero sabía que las otras tribus, las otras religiones, las otras culturas, eran igualmente responsables con sus respectivas comunidades. El proceso de globalización, que hace tantos siglos comenzó, y que ha ido incrementando su velocidad y su intensidad, permitía irse acercando a otras formas de vivir igualmente confiables. Shakespeare podía dialogar con los poemas zen, con los haikús, con las mitologías del Indostán, con las leyendas del Caribe, con el sueño del aposento rojo. La música instrumental europea podía aproximarse a los ritmos de África y ello no sólo significaba asombros recíprocos sino fusiones magníficas como el jazz, como los sones cubanos, como la salsa. Las camas empezaron a convivir con las literas y con las hamacas, los sombreros con los paraguas, y ciertas cosas no sólo pudieron pasar de una cultura a otra sino convertirse en símbolos de culturas distintas a aquellas donde habían nacido: las pastas chinas se volvieron un símbolo de Italia, el té oriental un emblema de Inglaterra, el café abisinio una de las costumbres centrales de Europa, el chocolate americano una de las mayores virtudes de Suiza.
Pero vivimos tiempos de vértigo. El problema no es que ahora todo esté en todas partes, que las culturas se mezclen y se confundan, que las distancias se hayan acortado, que un viajero que sale de Estambul al amanecer pueda estar al mediodía en España y a media noche en Buenos Aires, que todo se acelere, se interconecte, se transparente en lo otro y a veces se confunda, porque todo eso forma parte de un antiguo hábito de intercambios y migraciones, se trata de que simultáneamente se van incorporando al mundo cosas que no proceden de la tradición ni de la memoria sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por renunciar a todo lo conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus espectáculos y sus innovaciones, en sus mercados sin descanso y en la prisa inexplicable de sus muchedumbres. El mundo ya no parece estar para ser conocido sino para ser retratado, las ideas no parecen pedir ser profundizadas y combinadas sino sólo ser trasmitidas; una manía no de la sentencia sino del eslogan parece apoderarse del mundo; no importa si los libros son leídos o no, lo que alimenta los gráficos de los medios es si son o no los más vendidos, y una humanidad cuyas grandes civilizaciones habían alzado templos del pensamiento, jardines de la iluminación y de la piedad, salones de la convivencia, moradas del descanso y de la hospitalidad, bosques de la serenidad y de la conversación, tiende a verse arrojada a un hipermercado que sólo pertenece momentáneamente a quien pueda pagarlo: por último refugio los centros comerciales, por último alimento del espíritu los espectáculos, por todo contacto humano las redes sociales, por toda escuela las pantallas de la televisión, por toda religión el consumo, por todo saber la opinión, por todo ideal tener cosas, haber oído las últimas noticias, pagar el seguro médico, utilizar la tarjeta de crédito, tener asegurados los gastos funerarios. El último hombre, del que hablaba Nietzsche, también podría ser aquel que, al preguntarle por sus ambiciones, contestó: “He vivido como todos, quiero morir como todos, quiero ir a donde van todos”.
Nos preguntamos si han pasado los tiempos en que se podía hablar del ser humano utilizando las palabras de Hamlet: “¡Qué obra maestra es el hombre!, ¡Cuan noble por su razón!, ¡cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!, en su inteligencia, ¡qué semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres!”. Y toda pregunta por la educación tiene qué partir de qué tipo de seres humanos queremos tener, lo cual significa qué tipo de mundo queremos construir.
Mallarmé escribió que la labor de los poetas consiste en “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Siempre pertenecimos a una tribu local, pero ahora tendemos a pertenecer a la tribu planetaria. Antes nos separaban fronteras, razas, religiones, lenguas, costumbres, ahora es necesario que esas cosas que nos separaban puedan ser compartidas: gracias a las traducciones y al aprendizaje de otras lenguas, al ecumenismo y la convivencia de las religiones, a los cruces de razas y los mestizajes culturales, que todas esas cosas se exalten en los valores de la época. Ya es hora de reemplazar el día de la raza y el día de la lengua por las fiestas de las razas que dialogan y de los mestizajes que las unen, y así como cambiamos los preceptos tribales por la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, tratamos de pertenecer cada vez más a la especie y menos a una raza, una secta o un dogma.
Todavía nos importan las naciones, pero no porque pensemos que sea ideal encerrarse en unas fronteras y en la veneración de la aldea, sino porque todavía no impera en el mundo el respeto por la humanidad y por la naturaleza, y todavía hoy las comunidades tienen que defender sus territorios de la rapacidad imperialista y de los poderes sin escrúpulos. Pero hasta en la denodada defensa de su entorno las comunidades están luchando por una causa global, el agua que es bendita en la garganta de todos, lo que llamaba Whitman, “el aire común que baña el planeta”.
Si hoy se impone en todo el mundo definir un nuevo modelo de educación, ello se debe a que nuestra manera de vivir, sujeta a tantos cambios poderosos y a tantas fuerzas avasallantes, ha desbordado el ámbito de las viejas realidades, y así como nos ofrece nuevos recursos impone nuevos desafíos. Todo está cambiando en todas partes pero no necesariamente para bien. Tenemos ahora un océano de memoria acumulada al que cualquiera puede acceder, pero la falta de valores, de principios y de criterios hace que innumerables seres humanos no saquen de ella más ventaja que la que se podría sacar de un basurero. Tenemos ahora sofisticados instrumentos y recursos de comunicación entre los individuos, pero no se traducen en una mejora de nuestra comunicación; los utilizamos exclusivamente como juguetes y como herramientas de trabajo, pero no pueden sacarnos de nuestra ancestral incomunicación: porque el desafío de la comunicación no radica en cómo sino en qué comunicamos. Tenemos extraordinarios medios de transporte que nos llevan por el mundo con más eficacia y más seguridad que nunca antes, pero eso no equivale a un mejor conocimiento del mundo. También para conocer se requieren principios y propósitos. Nuestra llegada a Marte, como sugirió Bradbury, podría no diferir mucho de la barbarie de nuestra llegada a Tenochtitlan; nuestra visita a las islas afortunadas puede significar como tantas veces, no la fortuna de los que visitantes sino el infortunio de los nativos.
Los mejores seres humanos le debieron siempre mucho más a un maestro que a una institución. Todo gran maestro no sólo es alguien que en gran medida se educa a sí mismo sino que condensa el saber de una época y de una cultura. En ese laboratorio secreto que es el espíritu de un individuo se condensa muchas veces el saber que después puede trasmitirse a toda una comunidad. Pero ese saber no consiste sólo en conocimientos sino en actitudes: nadie nos enseña tanta filosofía como el que nos enseña a pensar; nadie nos enseña tanta política como el que comparte con nosotros unos principios y valores de convivencia; nadie nos enseña tanto de historia como quien, más que hacernos testigos de unas épocas, nos hace vivir en la historia. Nadie nos enseña tanto las ciencias como quien nos ayuda a comprender que ellas nacieron de necesidades y curiosidades que también son las nuestras; nadie enseña tanta astronomía como quien nos ayuda a vivirla como algo íntimo; nadie enseña tanta geografía como quien viaja asombrado con nosotros; nadie nos enseña tanta música como quien sabe conmoverse con ella.
Todo saber desligado del compromiso, de la pasión y de la experiencia se convierte en una árida y ajena enumeración de verdades sin alma, que se agotan en sí mismas, que no nos mueven a interrogar más, a explorar más, a descubrir más. Borges dijo alguna vez: “No soy capaz de enseñar literatura, apenas si puedo enseñar el amor por la literatura, y tal vez ni siquiera eso, a lo mejor sólo puedo compartir el amor por la literatura”. Pero quien contagia el amor por una rama del saber ya puso a alguien en un camino que no abandonará mientras viva: en este mundo cada vez más cambiante y renovado en conocimientos, cada quien tendrá que ser forzosamente su propio instructor, y lo que necesita realmente es quien lo inicie en la pasión de la búsqueda y en la satisfacción del hallazgo. Se equivoca el maestro que pretende enseñarlo todo, que piensa verter en un cántaro vacío su propia abundancia, el verdadero maestro contagia inquietud y preguntas, señala caminos al pozo que puede alimentar la sed del que empieza.
Pero el primer maestro es nuestro propio cuerpo: es el espacio natural de la óptica y de la mecánica, de la geografía y de la historia, de la fisiología y de la música, del amor y de la amistad, de la química y de la medicina, de la elocuencia y de la meditación, de geometría y de la antropología. Ese cuerpo que respira y se alimenta tiene que aprender a respirar y a alimentarse, ese cuerpo que camina y que se enferma tiene que aprender la sabiduría de los viajes y los milagros de la sanación y de la medicina, ese cuerpo que ama tiene que conocer los milagros y los peligros de la pasión, ese cuerpo que recuerda tiene que conocer los abismos y los prodigios de la memoria, ese cuerpo que habita el espacio y que fluye en el tiempo tiene que descubrir los órdenes y los vértigos de las matemáticas, las sabidurías del relato y los secretos de la música, ese cuerpo que vive y que muere tiene que descubrir los asombros de la filosofía, las perplejidades de la metafísica, la felicidad del pensamiento y los consuelos de la religión.
Dicen los orientales que la ilusión de ser algo aislado e independiente es la más nociva de las ilusiones del hombre. Cómo podría ser algo aislado el que necesitó de la conjunción de dos seres para existir, de un vientre humano para gestarse, de un pecho materno para aprender el don de los alimentos terrestres? ¿Cómo podría ser algo independiente el que no puede dejar un minuto de respirar el aire del mundo?
¿Qué es el aire? decimos, creyendo preguntar por algo ajeno a nosotros. Y Novalis nos contesta: “el aire es nuestro sistema circulatorio exterior”. Pero también el agua forma parte de nuestro sistema circulatorio exterior. Y las verduras y los frutos y los cereales se convierten en nosotros en vida, en deseos y en pensamientos. ¿Qué escuela, qué maestro sabe enseñarnos esa intimidad con el mundo? ¿Qué escuela sabe enseñar ese saber minucioso de objetos, de bienes, de texturas, de sabores, de aromas, de goces, de alimentos, de bálsamos, de remedios? Mucho antes de la escuela ya hemos comenzado o perdido los más hondos aprendizajes.
Que no daría yo porque alguien en mis años escolares me hubiera enseñado a conocer las maderas y las piedras, las calidades de los tejidos, los cantos de los pájaros, las posibilidades abiertas de las arcillas y las maderas, como parte de la fiesta de la vida y no como áridos deberes sujetos a competencia y a una severa lógica de tribunales y calificaciones.
¿Quién sabe enseñarnos qué parte de nuestra esencia humana son los ríos y el musgo, las lluvias y los veranos? ¿Quién nos enseñará la prudencia, la paciencia, la lentitud, el arte de volver a empezar? ¿Quién nos hará saber que en nuestras respuestas instintivas tal vez estén convulsiones y miedos que no son estrictamente humanos, el giro del pez en el fondo del mar, la reacción del reptil ante lo que avanza, el temor y la tentación ante el abismo del pichón en la punta de la rama?
Hölderlin sentía que no hay nada tan profundo como el celebrar y el agradecer. Porque todo el que aprende a celebrar las cosas del mundo y a agradecerlas ya está en camino de ser humano y de ser ciudadano. Y esto es importante porque desde hace algún tiempo, y como parte de este carnaval del mero crecimiento y de la mera productividad que se ha apoderado del mundo, cada vez quieren más que seamos buenos operarios y administradores, buenos contadores y funcionarios, pero no parece haber suficiente gente ni suficientes instituciones interesados en que seamos competentes ciudadanos y verdaderos seres humanos.
También forma parte del proceso de transformación de nuestra cultura el que ahora no pensemos sólo en los derechos del hombre sino que seamos capaces de sentir amor y compasión por los animales, cordialidad por el mundo natural, respeto por el equilibrio planetario. Cuanto más avance esa globalización que a veces pretende ser sólo una estrategia de productividad y de mercado, más importante será la necesidad de que cada persona tenga una conciencia planetaria, sienta afirmarse en él deberes y responsabilidades con el globo.
Quiero evocar aquí, para concluir, una novela de ciencia ficción, de un gran escritor viviente: Frederick Pohl. La novela se llama Homo Plus, y su tema es el rediseño de un hombre en un laboratorio, un tema frecuente en la ficción científica desde los tiempos del Romanticismo. El mundo en la novela se prepara para la conquista de Marte, pero descubre que la primera fórmula para poblar ese planeta es imposible: dada la atmósfera irrespirable y el suelo improductivo, sería necesario llevar de nuestro planeta tierra y oxígeno, y crear allá una región artificial con los materiales, la atmósfera y los climas adecuados para que los colonos puedan sobrevivir. Esa mudanza cósmica a tales distancias y por tan largo tiempo resulta irrealizable. Entonces deciden hacer algo aparentemente más posible, tomar un ser humano y adaptarlo a las condiciones de Marte. Disminuir su masa corporal para que necesite un mínimo de alimento, cambiarle las extremidades de fibra ósea y muscular por materiales sintéticos y metales ultralivianos. Adecuar su visión a nuevos requerimientos mediante la implantación de sistemas de lentes. Finalmente ponen en su espalda unos paneles con células fotoeléctricas que le permitan funcionar menos con proteínas que con energía solar, y así construyen algo que en la tierra es ciertamente monstruoso, pero cuando lo sueltan en Marte ese ser mutilado y alterado parece una suerte de ángel o de divinidad, que vuela por el aire marciano, es capaz de extraer de la atmósfera el oxígeno necesario, puede alimentarse de los minerales que allí abundan, que tiene el peso y la fuerza necesaria para vivir en aquel mundo. El autor no deja de insinuar que sin embargo adentro de ese ser hay un terrícola atrapado lejos de su mundo, y desadaptado para siempre de su mundo de origen, y por medio de esa metáfora, Frederick Pohl nos ayuda a sentir de qué manera minuciosa nuestros cuerpos están diseñados por este planeta, nuestro peso, nuestro sistema alimenticio, nuestro sistema respiratorio, nuestra locomoción, nuestra vista, nuestros músculos, todo corresponde al mundo en que hemos nacido, que por ello somos no sólo huéspedes del mundo sino una síntesis de lo que hay en él: sus bienes nos alimentan, sus aires nos dan vida, la distancia del sol es la adecuada para nuestra existencia, el rumor de la lluvia nos arrulla y, como decía Wordsworth, “hay bendiciones en esta suave brisa”. Somos hijos de la tercera piedra después del sol, y la verdad es que sólo en ella tendremos siempre nuestra morada.
Pero curiosamente vivimos como si no lo supiéramos. Cada vez más degradamos la atmósfera, arrasamos las selvas, envilecemos el océano, permitimos que nuestras industrias alteren el clima planetario. Hace setenta años todos pensaban que los recursos eran inagotables, que la acción del diminuto ser humano no podía alterar el equilibrio del mundo. Pero gradualmente hemos sido testigos del despertar de fuerzas huracanadas; en cierto modo somos como dioses con nuestro saber científico y con nuestro poderío técnico, y sin embargo cuán primitivos somos todavía en la capacidad de moderar nuestros apetitos y de respetar los fundamentos del mundo.
Digamos que la ciencia y la técnica andan a saltos de liebre, pero nuestras filosofías y nuestra moral, que deberían ser las que marquen la pauta de la historia, avanzan a paso de tortuga, o tal vez retroceden. Nuestros modelos de educación conservan lo más formal y lo más fósil de los recursos de otros tiempos pero a la vez parecen haber renunciado a grandes sabidurías de la tradición, y si bien procuran responder a las urgencias del presente no han encontrado el camino para responder a los desafíos que ese mismo presente formula.
No podemos resignarnos a tener millones y millones de operarios ignorantes, y unos cuantos cerebros electrónicos y unos cuantos gerentes gobernando el ritmo de la especie. Es verdad que la democracia es nuestro deber histórico; pero no una democracia de publicistas y de manipuladores, no una democracia de políticos ambiciosos y de muchedumbres seducidas, no la democracia del doctor Frankenstein y del Hombre Invisible.
Nunca necesitó tanto la humanidad parecerse al hombre del Renacimiento, que ejemplificaron Leonardo da Vinci y León Battista Alberti, que fue meditado por Montaigne y descrito por Hamlet. Pero curiosamente, por el poder del lucro que arrastra la economía, por el peso de la ambición que gobierna la política, por la fascinación con el espectáculo, la moda y la novedad que rige a los medios, quieren que seamos pasivos operarios, pasmados espectadores, incansables consumidores de mercancías y de información. Tardamos en aprender a ser parte responsable y agradecida del mundo, tardamos en saber qué es lo que hay que trasmitir a las siguientes generaciones, porque la verdad es que nuestros empresarios sólo creen en el presente, nuestros políticos sólo creen en la siguiente elección, nuestros científicos sólo creen en su particular disciplina, y nadie parece capaz de creer de verdad en las generaciones que vienen y en el mundo que vamos a dejarles. Como dicen los versos de un poeta caribeño: “Cae la noche sin que nos hayamos acostumbrado a estas regiones”.