Bogotá, septiembre 27 de 2010
Doctor
DIEGO PALACIO BETANCOURT
Ciudad
Aunque no recibí directamente la carta que usted publicó por diversos medios hace unos días, dirigida a mi persona, varios amigos me han hecho llegar el texto y otros me sugirieron buscarlo en el diario El Colombiano en su edición del 16 de septiembre.
El eje de su escrito es una crítica a la carta que yo le dirigí al Padre John Dear, jesuita estadounidense muy comprometido en actividades en favor de la paz y la justicia, y en la cual yo le expresaba mi extrañeza por el hecho de que la Universidad de Georgetown, centro educativo de nuestra congregación religiosa en Washington, hubiera invitado a dictar conferencias sobre liderazgo al ex presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, quien, a mi juicio, desarrolló una política sustentada en principios, comportamientos, estrategias y directrices incompatibles con fundamentos éticos universales. Si bien el Padre John Dear no está vinculado a la Universidad de Georgetown, acudí a él como más conocido y amigo, para que transmitiera mis inquietudes a los superiores de la Compañía en los Estados Unidos y a las directivas de la Universidad. Puesto que el hecho era público y escandalizó a muchos millares de personas, no sólo en Colombia sino en muchos otros países, era necesario hacer públicos, también, los cuestionamientos.
Usted se siente aludido, aunque no lo menciono por su nombre, en el párrafo referente a los mecanismos corruptos que rodearon la re-elección presidencial en 2006. Allí defiende su inocencia y afirma que “en algunos casos se ha politizado la justicia y, simultáneamente, se ha judicializado la política”. Yo diría que no sólo en algunos casos; esta es una práctica sistemática que yo he denunciado multitud de veces. Lo invito a leer mi derecho de petición a las altas cortes del 19 de enero de 2009, documento de 180 páginas en el cual demostré minuciosamente la podredumbre de la justicia en Urabá y solicité de manera apremiante que se declarara un “estado de cosas inconstitucional en Urabá”. Y si quiere ahondar más en esa podredumbre, lo invito a leer mi libro “Fusil o Toga, Toga y Fusil”, en el cual puede documentar en lo más concreto de lo concreto, y de manera abundante, la “politización de la justicia y la judicialización de la política” que usted parece descubrir en su propio caso, pero me sorprende enormemente que un ex Ministro que hizo parte durante 8 años de un gobierno que politizó la justicia y judicializó la política en grado escandaloso, sólo descubra dicha perversión cuando lo toca personalmente.
Dejando de lado, Doctor Palacio, los intentos del ex Presidente Uribe por cooptar todos los órganos del aparato judicial y disciplinario, con miras inocultables a neutralizar las decisiones que lo afectaban a él y a su gobierno, llegando a tildar de “terroristas” o “politiqueros” a los funcionarios que no se le sometían, así fueran magistrados de altas cortes, lo que más envileció la administración de justicia fue que ésta, sobre todo en la periferia, fue controlada y ejercida por el poder ejecutivo a través de brigadas militares, distritos de policía y organismos de seguridad del resorte de la Presidencia, con la estrategia del montaje judicial puesto al servicio de intereses inconfesables. Todo revela, Doctor Palacio, que usted ignora los millares de millares de tragedias y sufrimientos que esta política llevó a humildes hogares de campesinos, de trabajadores urbanos, de indígenas, de gentes comprometidas en organizaciones y movimientos sociales estigmatizados y de militantes de la oposición política. En ese modelo de “justicia” adulterada y envilecida, el poder ejecutivo impuso el sistema probatorio del sólo testimonio, manipulado éste mediante el chantaje, la tortura, la amenaza y sobre todo el soborno, apoyándose en la política de recompensas que degeneró en la más perversa compra de conciencias, la cual afectó destructivamente el patrimonio moral del país y generalizó el principio del “todo vale”, característica inconfundible del gobierno que terminó y que lo colocó en los antípodas de la ética.
Lamento, Doctor Palacio, que usted sólo perciba la politización de la justicia y la judicialización de la política en “algunos casos” y no en las estrategias políticas del gobierno en el cual usted participó durante 8 años. Nunca es tarde, sin embargo, para tomar conciencia de las realidades en que estamos sumergidos y que a veces nos enceguecen e inmovilizan. Lo invito de nuevo a leer mi libro “Fusil o Toga, Toga y Fusil” para que vea cómo funciona esa “justicia” envilecida en los meandros concretos de la cotidianidad que afecta a las masas humildes de este país.
En la parte final de su carta usted me coloca entre quienes, en lugar de buscar justicia, buscan venganza, a la vez que se muestra contrariado por mi apelación a los principios éticos, los cuales, según usted, no pueden ser reivindicados exclusivamente por quienes “ya condenaron al presidente Uribe”. Supongo que insinúa que existe una ética acorde con los comportamientos, directrices y principios que inspiraron dicho gobierno, la cual yo quisiera ver explicitada en beneficio de un sano debate. Finalmente usted califica mis denuncias y apelaciones a la ética como posiciones que “no reflejan un sentimiento ni un comportamiento cristiano” sino una posición ideológica; un “odio profundo y resentimiento infinito”.
Me he preguntado qué lo pudo llevar, Doctor Palacio, a calificar mi escrito como inspirado en deseos de venganza y en sentimientos de odio. ¿Quizás un deseo de deslegitimar mi clamor por la ética de nuestras instituciones religiosas, no discutiendo la veracidad e inmoralidad de los hechos concretos y de las políticas denunciadas, sino eludiendo el debate y tratando de estigmatizar gratuitamente a la persona denunciante? ¿Quizás un deseo de callar al denunciante dándole un golpe bajo, donde más le duela, que son sus principios éticos y religiosos que riñen con la venganza y con el odio? ¿Quizás la carencia de argumentos para desmontar realidades que son inocultables y de público dominio, recurriendo entonces a la descalificación de quien las censura?
Aunque frecuento reuniones de víctimas demasiado heridas por las atrocidades que las han destruido y que no ocultan sentimientos de venganza, he procurado siempre, no sólo en cumplimiento de deberes religiosos sino por profunda convicción, transformar los deseos de venganza en deseos de justicia, poniendo el énfasis en la búsqueda de caminos que garanticen la no repetición de los horrores y en la corrección de las conductas que han llevado al exterminio de tantas vidas y a la destrucción de tantas comunidades y formas de supervivencia. Esto es muy diferente de la venganza en la cual se alimenta el deseo de someter a sufrimientos equivalentes a los victimarios. Puedo decir que la inmensa mayoría de las víctimas con las cuales comparto reflexiones y sentimientos, están muy lejos del odio y la venganza, la cual buscaría reproducir el sufrimiento en los responsables de las atrocidades. Al contrario, suelo escuchar permanentemente de boca de padres, madres, esposas, hijos y hermanos de las víctimas, una frase que se ha vuelto proverbial en nuestro pueblo pobre y sufrido: “eso no se lo deseo ni al más sádico de los victimarios” (refiriéndose a lo que a ellos les han hecho).
Usted, Doctor Palacio, afirma en las últimas líneas de su carta, que se debería pedir justicia, y una “justicia pronta, imparcial y objetiva”. ¿Acaso no es eso lo que hemos buscado por muchas décadas sin éxito alguno? ¿Ignora usted, acaso, la impunidad que afecta a millones de crímenes de lesa humanidad, e ignora también los mecanismos sistémicos de impunidad, registrados, documentados y analizados por tantos organismos nacionales e internacionales?
Ante su inconformismo frente a mis denuncias y frente al clamor para que no se ofrezcan cátedras a quienes han regido aparatos tan corruptos y criminales, no puedo entender qué es lo que usted propone. ¿Sugiere, acaso, que nos callemos y dejemos que las estrategias y comportamientos que han destruido a tanta gente sigan vigentes sin oposición alguna, y aún más, se conviertan en modelos de exportación? ¿A ese silencio; a ese conformismo; a ese ajuste, lo llamaría usted un comportamiento “ético” y “cristiano”?
Pero lo que encuentro más difícil de entender en su discurso es la coherencia entre palabras y hechos. Usted aboga por posiciones y discursos ajenos a la venganza y al odio y en eso estoy en total acuerdo con usted. Pero, si esa es su posición y esas son sus convicciones, ¿cómo pudo permanecer usted ocho años como integrante del gobierno del ex Presidente Uribe, si unos de sus rasgos más destacados y característicos fueron justamente el odio y la venganza?
Nadie ignora que el Doctor Uribe fue víctima de las FARC, pues según lo han difundido todos los medios masivos, su padre fue asesinado por dicho grupo insurgente. Llegado a regir los destinos del país, hizo de su afán de venganza el eje de su política de seguridad, descartando todo entendimiento o diálogo en torno a los objetivos políticos y sociales de la insurgencia y absolutizando la guerra a muerte que llevara a su exterminio. El lenguaje que utilizó para ello hirió permanentemente la sensibilidad de enormes capas sociales, y los imaginarios militares, siempre envueltos en la emotividad del odio más acendrado, inundaron los medios masivos. Su obsesión patológica por la “seguridad”, interpretada a la medida de sus odios, llevó a crear un ambiente nacional de desconfianza y de prejuicio generalizado entre los ciudadanos; a presumir prácticamente un “enemigo” potencial detrás de cada compatriota; a poblar de costosos aparatos de seguridad e inteligencia todos los despachos públicos y privados, hasta acostumbrarnos a que si uno no se somete a que lo consideren un delincuente o un terrorista mientras no pruebe lo contrario, no puede ingresar a ninguna oficina. El país se tuvo que acostumbrar a escuchar que su Presidente incitara a matar por todas las emisoras y cadenas televisivas, y a que lo hiciera con lenguajes crudos e impúdicos que hacían inocultable un afán de venganza radical, así como a los espectáculos macabros de cadáveres destrozados y ensangrentados, sobre los cuales el gobierno hacía festejos interminables de condecoraciones, alabanzas y ascensos, mientras los medios mercantilizaban la barbarie sin pudor.
Pero los círculos del odio y la venganza no terminaron en los grupos insurgentes. Usted, Doctor Palacio, como acompañante del Jefe del Estado en dos períodos consecutivos y co-autor activo o pasivo de todas sus políticas y decisiones, sabe de sobra que ese odio cobijó con creces a los movimientos sociales; a los grupos de oposición; a quienes denunciaban cualquier atrocidad y a quienes no compartían su modelo de sociedad centrada en el poder de las empresas transnacionales y en las políticas globalizadoras de los Estados Unidos. Odió particularmente a los movimientos y organizaciones defensoras y promotoras de los derechos humanos, en quienes veía obstáculos para implementar sus métodos de exterminio. Usted lo sabe de sobra pero es necesario recordarlo aquí: la única forma de darle apariencia legal a esas descargas de odio contra líderes sociales o humanitarios, era inventándoles nexos con la insurgencia, para que el aparato de justicia y/o el militar-paramilitar actuaran contra ellos y ellas, con miras a neutralizarlos o exterminarlos. Es dentro de esta estrategia donde el poder ejecutivo usurpa las funciones del poder judicial o lo coopta, y así se multiplican por doquier procesos con captura y años de prisión en los que los militares detienen sin orden judicial alguna; construyen “pruebas” pagando a desmovilizados avezados en el crimen para que rindan falsos testimonios; mezclan la amenaza y el chantaje con el soborno para lograr aceptación de cargos y sentencias anticipadas, luego de convencer a sus víctimas de que no tienen otra escapatoria, mientras los funcionarios judiciales se limitan a refrendar los montajes militares, pisoteando todos los principios del debido proceso, de los códigos internos y del derecho internacional. Es, quizás, superfluo, recordarle todos estos mecanismos a quien participó en el más elevado círculo del poder político por ocho años, y que de seguro conoció mucho más a fondo estas estrategias en su misma fuente. No dudo que usted participó en la discusión de la Directiva Ministerial Permanente No. 29, del 17 de noviembre de 2005, en la cual se tasa en sumas diferenciadas de dinero el exterminio de vidas humanas, pues si no la hubiese aprobado o hubiese estado en desacuerdo con ella, era lógico esperar su renuncia, la que nunca se produjo.
¿Cree usted, Doctor Palacio, que la actitud del ex Presidente Uribe frente a la Comunidad de Paz de San José de Apartadó no se fundó en sentimientos profundos de odio? ¿Cómo explica usted que jamás hubiese tomado medida alguna para proteger a esa población de las continuas masacres, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, desplazamientos forzados, bombardeos indiscriminados, abusos sexuales, saqueos, pillajes, robos de animales de carga, de ganado, incineración de viviendas, destrucción de cultivos, amenazas de muerte, anuncios persistentes de exterminio y otras muchas atrocidades, todas perpetradas por agentes directos o indirectos del Estado, puesto que los paramilitares se movilizan conjuntamente con las tropas, coordinan sus movimientos y hasta cocinan juntos el almuerzo a la vista de todas sus víctimas? A pesar de que el Doctor Uribe fue informado con detalle y oportunamente de cada crimen, ¿por qué cree usted que eludió durante los ocho años en que usted lo acompañó, toda acción de control y protección, como se lo ordenan preceptos específicos de la Constitución Nacional? Aún más, ¿por qué cree usted que el Doctor Uribe profirió cinco calumnias contra la Comunidad de Paz, difundidas por todos los medios masivos de información, y no quiso retractarse a pesar de que se le demostró que su actuación violaba lo preceptuado por la Corte Constitucional en su Sentencia T-1191/04?
Quizás argumente usted, Doctor Palacio, como lo han hecho varios de sus camaradas, que al ex Presidente Uribe no se le puede hacer responsable de muchas cosas lamentables que ocurrieron durante su gobierno y en las cuales él no habría tenido el poder decisorio. Sin embargo, todos los procedimientos y estrategias que mencioné en mi carta al P. John Dear, constituyeron elementos articulados de políticas conscientemente diseñadas, múltiples veces denunciadas pero tozudamente mantenidas activa o pasivamente, en contravía de los preceptos constitucionales que hacen del jefe del Estado el garante supremo de los derechos constitucionales. Hoy día la justicia universal, saliéndole al paso a la elusión de responsabilidades en numerosos genocidios de la historia, ha definido más rigurosamente la responsabilidad de mando, identificando el rol de quien dirige un aparato criminal sin dar una sola orden concreta de cometer un crimen, pero sabiendo que la máquina que dirige y controla, a través de sus múltiples mecanismos propios, los ejecuta al por mayor. En realidad, el orden jurídico acatado por tribunales internacionales, establece que a una persona natural se le imputan los resultados de una acción como si fuera suya, aunque no la haya ejecutado materialmente, cuando el deber de evitar ese resultado era jurídicamente exigible. La Constitución colombiana no deja dudas al respecto.
Ciertamente, Doctor Palacio, me queda muy difícil comprender que usted recomiende actitudes ajenas al odio y a la venganza, luego de haber participado en las más altas instancias de un gobierno que pasó a la historia como prototipo del odio y la venganza convertidos en poder. Y peor aún, que me acuse a mí de abrigar sentimientos de odio o de venganza por expresar mi desacuerdo con que ese modelo sea exportable a través de ingenuos programas académicos encubridores. Usted bien sabe que mis palabras fueron un sonido en el desierto, pues el Doctor Uribe dictó de todas maneras sus conferencias en Georgetown, donde se impusieron finalmente las razones del poder. Estoy acostumbrado a clamar en el desierto, en un mundo y una sociedad que asimila cada vez más el “todo vale”, pues se le ha inoculado tal miedo a pensar y a ser diferente de lo que afirma y permite el poder, que se ha rutinizado la pasividad y el ajuste al “statu quo”, así éste sea el más atroz.
Atentamente,
Javier Giraldo Moreno, S. J.