http://www.nuevatribuna.es/opinion/daniel-molina-jimenez
Daniel Molina Jiménez | Licenciado en Historia
nuevatribuna.es | Actualizado 30 Mayo 2012 - 19:11 h.
El poder es la fuerza capaz de obligar acciones y pensamientos. A este respecto, en la sociedad de la información, todo conocimiento adquirido tiene un valor añadido que puede ser potencialmente usado de un modo solidario y con afán de difundir el conocimiento, o como instrumento de aprovechamiento personal y de discriminación. Puede ser legal (regulado) o arbitrario. Ambos se dan siempre en cualquier sociedad (sea ésta democrática o no) y no siempre conllevan relaciones, en ocasiones, el poder se establece para lo contrario, esto es, para destruir vínculos (como magistralmente planteó Foucault y antes, los autores supervivientes del Holocausto como Jorge Semprún y, el más paradigmático, Primo Levi). En cualquier caso, la pulsión de poder es un indicador (hay otros) de la calidad de la convivencia ciudadana.
Por formularlo en los términos utilitarios de Adam Smith, el valor relativo de las cosas (para nuestro caso el conocimiento histórico), tiene que ver con el valor en uso y el valor en cambio. Es la paradoja de lo valorativo: todo puede tener un alto valor de uso y un alto valor de cambio, que estará siempre en función del aprovechamiento personal que de ello pueda obtenerse. En realidad, no se trata de algo nuevo. Ya Manuel Castells alertaba en el último volumen de la trilogía La era de la información, sobre la imposición de conocimientos como un poder capaz de coaccionar una conducta (Manuel Castells, 2001, pág. 382).
En lo que atañe a la historia como disciplina humanística, este fenómeno se explica por la pérdida de peso del pasado histórico en las sociedades actuales (en buena medida propiciada por una inflación de la memoria). En el presente, es más fácil variar la forma de escribir y nombrar el pasado que el pretérito mismo. Sería, por así decirlo, innecesario, esperar a que cambie la sociedad para que se transforme el relato de la historia, que es hijo de su tiempo, pero antes de eso es, o mejor dicho, debe ser, hijo de su autor. Actualmente, siguiendo la conciencia escéptica, casi cualquier manifestación del pensamiento no se deja separar de su representación verbal o escrita, que, para los postmodernistas, la determinan. La idea de que vivimos en una época sin precedentes, que lo que está ocurriéndonos ahora es nuevo e irreversible y que el pasado no tiene nada que enseñarnos, excepto para saquearlo en busca de útiles precedentes (Tony Judt, 2008, pág 31), ha enterrado las expectativas de seguridad que para las sociedades conformaba el relato histórico.
De manera que tenemos la sensación de estar viviendo en una suerte de presente continuo en donde nos resulta difícil establecer gradaciones y jerarquizaciones sobre un tiempo que percibimos no a través de referencias, sino por medio de información aislada que simbolizamos, o dejamos pasar sin criterio aparente. Sufrimos una transformación en la recepción del pasado. Y eso tiene consecuencias en nuestro comportamiento en el presente.
No se trata de saber hasta el último dato de la Perestroika, del New Deal o la creación de la IV República francesa de De Gaulle. Lo que sucede es que ha desaparecido la socialización del pasado como acervo o como bagaje intelectual en sí mismo. La creencia de que todo lo que teníamos que aprender del pasado era no repetirlo, se ha roto definitivamente. Es la quiebra del juicio valorativo entre medios y fines: La historia tradicional, tal como se enseñó a generaciones de escolares y estudiantes, daba significado al presente por referencia al pasado: los nombres, los lugares, las inscripciones, las ideas y alusiones de hoy podrían ubicarse en una narración memorizada del pasado. Este proceso se ha invertido. El pasado ya no tiene una forma narrativa propia. Cobra significado solo por referencia a nuestras presentes y frecuentemente conflictivas inquietudes. Por ello, cada vez resulta más necesario, por las características de nuestro tiempo, formular una ética no tanto sobre los contenidos específicos de la historia, sino sobre el conocimiento histórico mismo, sobre su mediación intersubjetiva en el presente puesto que las inquietudes no se rigen por criterios históricos o por referencias sobre el pasado, sino sobre consideraciones que pueden ser amorales, instrumentales e incluso nihilistas. El presente continuo en el que vivimos, nos impide pensar de manera histórica puesto que el valor de la información continua, tiene más importancia para orientar nuestra existencia que la referencia significativa del pasado.
Para tratar de paliar este problema debemos no tanto insistir en el valor del hecho histórico (aunque por supuesto esto es fundamental) sino en forjar una ética del conocimiento histórico a través de la formación de una conciencia epistemológica que consistirá simplemente en prestar atención a aspectos como la percepción del tiempo, del espacio, la utilización de los hechos de conciencia, las propiedades que debe contener una idea y que lo distingue decisivamente de una consigna (de ahí la necesidad de construir argumentos partiendo de la racionalidad empírica), la diferencia entre retórica y dialéctica, o entre un pensamiento y una actitud, la apreciación y jerarquización de principios... Para ello, es imprescindible la dimensión temporal y explicativa de la historia. Es muy importante que la historia sea consciente de la importancia de la narración, no como suministrador de moralejas o moralinas (en realidad, la historia no tiene esa función), sino especialmente de inteligibilidad. Narrar es fundamentalmente hacer plausibles unos hechos que, de manera aislada, resultan intemporales e indefinidos. La narración es importante, en primer lugar, para conocer detalladamente que esos hechos sucedieron (cuándo y dónde), pero, en segundo lugar, con qué consecuencias y, por qué.
Lo importante es saber qué determina unos comportamientos o valores frente a otros, por qué cambian y por qué los desestimamos. Todo ello es imposible ponerlo en presente sin conocer muy bien la narración de los mismos en tiempo y espacio. Un ejemplo claro de lo anterior es concebir las ideologías como sistemas de pensamiento estrictamente determinados por las adscripciones partidistas. La conciencia epistemológica aquí consiste en rechazar que lo partidista preceda siempre a lo que se percibe borrando el comportamiento cotidiano de las personas (que también contienen actitudes políticas).
De igual manera, hay que ser consciente de la importancia de los recuerdos individuales y también de su dimensión social o su socialización. Los recuerdos pueden ser por motivos sentimentales, funcionales, aprehensivos, experimentales, legitimadores. No hay que perder en cualquier caso nunca de vista cuando hablamos con cualquier persona, cómo estima ésta cualquier hito histórico (como un valor ético, intelectual, político, esto es, instrumental, fundador de una experiencia…).
De igual modo, en esta conciencia epistemológica de Clío, tiene cada vez mayor peso la relación entre ficción y realidad, así como la reciprocidad que se da entre la percepción del pasado y el comportamiento presente, la captación de variables económicas, políticas, morales o sociales. A este respecto, Timothy Snyder hace una consideración muy interesante en el libro de conversaciones con Tony Judt: El historiador tiene que ser intelectualmente honesto, que significa admitir la imposibilidad de ser auténtico, esto es, vivir como desean los demás. Por eso, la búsqueda de la veracidad o plausibilidad histórica implica el pluralismo, pero para ser plural, hay que admitir que no todas las interpretaciones valen lo mismo (Tony Judt, 2012, pág 16).
En definitiva, el uso de nuestro conocimiento de la historia debe conformarse como un fundamento ético que armonice nuestra existencia y de las que nos rodean para, como sociedad, explicarnos desde la dignidad, que es todo lo contrario del poder.