Bitacora de una militancia*
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“En abril de ese mismo año, la policía asesinó a mi mejor amigo, Afranio Parra. De nuevo el zarpazo de la muerte me sorprendió y al comienzo me pareció imposible sobrevivirlo. Un frío intenso entre el pecho y el estómago me hizo sentir que moría otro pedazo de mí. Caminé sola por la calle, lloré impotente, maldije el proceso de paz que desarma mentalmente a los guerreros pero no a los asesinos. Me dolió la vida, me pesó la soledad, luego quise oír música y fui a una taberna. Necesitaba llenarme de sonidos, ya no podía más con el silencio de mis muertos.
Pasé la noche despierta, apretando entre mis manos el cuarzo que Afranio me regaló como protección, invadida de imágenes en blanco y negro sobre vida y muerte. Al amanecer había tomado una decisión.
Me acompañaba una extraña fuerza como surgida de mis propias cenizas. El dolor me exigía convocar la vida para exorcizar la muerte que me tenia harta, iría al velorio de "El Viejo" para llorarlo y entender su ausencia. Para vivir el luto a fondo y no eternizar este nuevo dolor al dejarlo en el aire. Por primera vez quería ver el rostro de la muerte para poder encontrar la vida.
Busqué a Iván, uno de mis compañeros de lucha, como cómplice para realizar el ritual. Fuimos a la Casa Gaitán donde estaba el cadáver. Entre la multitud encontré a sus hijos, a la Chacha su mujer más permanente, a sus viejos, a nuestros amigos, a la gente del pueblo, su gente. A él no pude verlo al comienzo, era imposible porque todos se agolpaban en torno al ataúd. Cuando pude acercarme, lo miré despacio, con miedo a afrontar por primera vez su silencio. Y le hablé:
«Afra, viejo, aquí estoy. Te voy a llorar. Me quedo en el velorio para entender que estás muerto, de tanto verte inmóvil en esa caja. Para aprender a no esperar más tu abrazo fraterno... porque si no entierro contigo esta tristeza y a todos mis muertos no sepultos, me muero».
Allí a los pies del féretro me sentí más serena. Estuve largo rato contemplándolo sin dejar de hablarle como si aún pudiera oír. Hasta me dio risa cuando noté que lo habían amortajado con un hábito de fraile y pensé que su alma de guerrero no estaría a gusto en esa funda de santo.
Me impresionaron sus manos. Su esencia estaba aprisionada en ellas, no sólo porque sostenían el colmillo de jaguar, el cuarzo, una rosa y las espuelas de carey que le llevé para sus riñas de gallos en el cielo, sino porque siempre habían acompañado la magia de sus palabras con una gesticulación incansable. Y ahora reposaban inmóviles sobre el pecho como signo inequívoco de su muerte.
Solo me retiré cuando llegaron los mariachis. Le gustaba tanto la música a mi viejo, que sembró en su hija una voz de jilguero y la memoria de sus canciones. Milay cantaba en el velorio de su padre para complacerlo antes de que se fuera del todo.
Durante las noches del velorio, en torno a una fogata, cantábamos, contábamos cuentos y anécdotas. Nos juntamos los viejos amigos, la familia, los paisanos, sus mujeres y las amigas, para acompañarlo hasta que se nos pasara a todos, incluido él, el asombro de su muerte y la aceptáramos.
Entonces, Afranio podría irse tranquilo más allá de la vida.”
*Escrito para no morir: Bitácora de una militancia
María Eugenia Vasquez Perdomo
Premio Nacional de Testimonio 1998
Ministerio de Cultura