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4 julio 2011 1 04 /07 /julio /2011 23:15

 

reacciona 

Reaccionar para avanzar

*Baltasar Garzón

Alguien ha dicho que nos ha tocado vivir los tiempos de la vergüenza, la mediocridad y la renuncia.

VERGÜENZA por el abandono de unos principios que nos deberían ayudar a afrontar y superar los retos de una crisis económica fabricada por un capitalismo rampante, prototipo de la corrupción política y económica alineada con la libre evolución de los mercados y la incompetencia de unos líderes políticos y responsables económicos más atentos al aprovechamiento personal y corporativo que al servicio público y progreso social al que, respectivamente, se deben.

MEDIOCRIDAD, porque se ha desarrollado una visión alicorta de la situación política, social y económica en la que todos tratan de destruirse escupiéndose necedades a la cara, pero olvidando tomar decisiones consensuadas en beneficio de los ciudadanos. El interés inmediato es el interés del poder, pero sin una idea clara de qué hacer con él más allá de la simple detentación del mismo.

RENUNCIA, porque, culpablemente, todos, en un escenario de corresponsabilidad, estamos consintiendo y propiciando esa situación sin desarrollar una exigencia firme, sosegada y definitiva de rendición de cuentas a la sociedad y sin participar para que la situación cambie. Se ha cedido de forma definitiva a la acción de los que siempre detentan el poder real en una sociedad galvanizada y adormecida a la que cada vez más se le restringe el protagonismo en la esfera de los acontecimientos que la afectan y marcan su destino. El conformismo ante lo inevitable se ha convertido en la regla, cuando en realidad debería ser esa misma sociedad civil la que quebrara la inercia impuesta arteramente por los partidarios de que la situación no cambie.

Los falsos líderes, a imagen de los exaltados telepredicadores que vociferan en los canales de la televisión por cable, aparecen como salvadores de las conciencias de esa sociedad sumisa, sometida al encanto del insulto y la vaciedad.

Frente a todo esto es preciso REACCIONAR y llamar a las cosas por su nombre.

¿QUÉ LE PASA A LA SOCIEDAD CIVIL ESPAÑOLA QUE NI SIENTE NI PADECE?

Parece que en lo único que nos ponemos de acuerdo es en el tipo de reality show que veremos por las noches.

A lo largo de los días en España y fuera de nuestras fronteras se producen muchos acontecimientos que, cada uno por sí solo debieran hacer estallar las conciencias de los ciudadanos más indiferentes.

Son noticias que hablan de muertes masivas, de violencia institucional, de masacres de niños, de violaciones sistemáticas de derechos humanos de cientos de miles de personas.

Sin embargo, estas noticias al poco tiempo no son siquiera recordadas. Otros muertos, otros atropellos y múltiples despropósitos internacionales ocupan su lugar y como siempre la gran masa permanecerá indiferente.

Hace unas semanas leía en La Vanguardia una serie de artículos, publicados por el periodista Martín de Pozuelo, que desvelaban para el gran público que, según los últimos estudios de los grupos que están peleando porque no desaparezca la atención sobre la memoria histórica de las víctimas de los crímenes franquistas, las desapariciones forzadas de personas estarían próximas a las trescientas mil personas. También asistí con sorpresa a la desaparición de un buen canal de televisión como es CNN+ en diciembre de 2010 y a su sustitución por Gran hermano 24 horas y después por otro programa de menor nivel intelectual. Estas dos noticias, por diferentes razones, deberían hacer estallar las conciencias de las personas con un mínimo de compromiso social. Sin embargo, cuesta trabajo encontrar a quienes las hayan leído y asimilado para reaccionar.

Por otra parte asistimos escandalizados y perplejos a la serie de noticias relacionadas con un prominente político italiano y sus supuestas acciones libertinas y soeces, ejecutadas con claro abuso de su posición política, y no pasa nada. Un poco de caída electoral, pero si el control mediático es adecuado incluso la situación se torna favorable al personaje.

Estas y otras anécdotas demuestran el desinterés de la sociedad en general y de los jóvenes en particular por cosas que realmente merecen la pena y por la regeneración democrática de la sociedad.

VIVIMOS EN EL INSTANTE

Todo esto y mucho más acontecen en un momento. Es la disección del instante en el que el núcleo del problema es extraído del baúl del olvido y de la indiferencia. Y esa realidad, que debería generar debates muy serios y conclusiones determinantes para el cambio, se convierte en anécdota o comentario de tertulia de los más comprometidos. Los demás, ni caso.

Por desgracia la capacidad de indignación, motor de la capacidad para reaccionar, está vacía. El nivel de adormecimiento es muy peligroso porque conduce al desinterés más absoluto por lo público y por lo solidario. Nada es mío y, por tanto, nada tengo que hacer por mejorarlo.   Por ejemplo, en el ámbito de la corrupción. La corrupción como fenómeno que genera injusticia y desigualdad entre los ciudadanos debería levantar océanos de protestas y rechazo frente a quienes deberían ofrecer respuestas para erradicar esas prácticas torticeras en una sociedad y no lo hacen. Por el contrario en España todo es diferente, la situación se torna peculiar porque no da miedo ser corrupto, incluso se festeja al que lo es, lo que preocupa y desfavorece es que te descubran.

«Sabemos[1] de casos de flagrante corrupción en los que se han visto envueltos ciertos políticos (de primer nivel local, autonómico y nacional en España) cuyos apoyo electoral y apreciación política no se han visto afectados por semejante conducta. Más bien al contrario. Incomprensiblemente, las máquinas propagandísticas (y los mecanismos de manipulación mediáticos) de los partidos, o de algunos de ellos, anestesian la memoria de los ciudadanos para conseguir el olvido o, al menos, la condescendencia ante la promesa de que determinados hechos no volverán a producirse y que la limpieza y la pureza de la gestión serán en el futuro la norma». Pero no es verdad, lo cierto es que actúan con trampa para captar el voto y desprecian al ciudadano crédulo y acrítico que consiente en el engaño porque es más cómodo hacerlo que enfrentarse y denunciar esas prácticas.

Es ese conformismo culpable, el que ha hecho que «la ética[2] en la gestión pública sea considerada hoy día por muchos como una monserga moralista que ni siquiera los más puros se plantean (porque) si lo hacen serán tachados de románticos trasnochados o utópicos impenitentes. La corrupción, especialmente la ideológica, ha penetrado en las mentes de muchos y asistimos impávidos a una especie de aniquilación moral controlada por algunos medios de comunicación, económicos y políticos que nos hacen olvidar la esencia del compromiso y de la responsabilidad como bases del sistema democrático».

VER, OÍR Y CALLAR

Esto, necesariamente, tiene que cambiar, este consentimiento indiferente tiene que revertir, en especial en los jóvenes, en un compromiso militante frente a la corrupción. La sociedad, con independencia del signo político que ostenten quienes incurren en estos comportamientos, debe denunciarlos y expulsarlos de la representación que pretenden, porque un corrupto no representa a nadie más que a su propia indignidad. Los ciudadanos tenemos que reivindicar el espacio que algunos formadores de opinión, debidamente asalariados por aquéllos, han ocupado, usurpando el lugar que nos corresponde. No podemos renunciar a conseguir que los líderes y los representantes populares abandonen la demagogia y la mentira a cambio de permanecer en un puesto que honesta y democráticamente no les corresponde desde el momento en el que quebrantan el acuerdo con el ciudadano sellado en una elección democrática. Consentir que esto permanezca y asistir impasibles, una o mil veces más, a los discursos fatuos que justifican este estado de cosas nos embrutece como personas y nos descalifica como miembros de una comunidad democrática que responde y se mide de unos principios opuestos al aprovechamiento: la desidia, la inmoralidad y el oportunismo.

Yo propongo a todos los partidos políticos concurrentes a las próximas elecciones, más allá de la suscripción de códigos éticos, que no hagan buena la frase de un ex presidente español cuando decía a un candidato novel que le sugería no hacer tantas promesas electorales: «Las promesas en campaña electoral se hacen para no cumplirlas»; un lema electoral común: «No mentiremos a los ciudadanos», «No prometeremos nada que no cumplamos», «No jugaremos con la necesidad y la esperanza del pueblo», «No subastaremos sus sentimientos y legítimas aspiraciones», y también, por qué no, les haría una petición: «Hagan que los ciudadanos españoles crean en la política».

Y a los miembros más veteranos de esta sociedad del siglo XXI les pido y casi les exijo que dejen de estar mediatizados por el miedo, la timidez, la trivialidad de los compromisos sociales, por las falsedades religiosas, por las actitudes pasivas que nos asemejan a una especie de avestruz humana que esconde la cabeza debajo del forro de la chaqueta y que se tapa los oídos y los ojos para no vivir lo que ocurre ante nuestros ojos, siguiendo el lema de «ver, oír y callar».

Este ejemplo es nefasto para las generaciones más jóvenes. Si hemos contribuido a crear espacios en los que la responsabilidad y el compromiso son inexistentes y a que las expectativas de futuro sean más bien escasas, pongámonos las pilas y hagamos algo para corregirlo y resucitar el interés por lo público, por lo social y por lo político.

Me dan igual la profesión o el empleo del sujeto, pero siempre existirán categorías de personas: unos, los que sobreviven; otros, los que viven del esfuerzo de los demás; otros, los que se esfuerzan, y por último aquellos que simplemente son espectadores. Con ser malos los que se aprovechan de los demás, estos últimos (los espectadores) son los más perversos porque para ellos todo acontece como en una película. Pagan su entrada y ello les da derecho a un sitio preferente para disfrutar del espectáculo y criticarlo, pero sin participar en él; cuando termina la representación, se marchan a su casa en su cómodo vehículo y continúan viviendo en el magma amorfo y vacío de una prosperidad diseñada por hábiles manos que todo lo mueven, que todo lo saben y que todo lo controlan.

Por desgracia en el mundo occidental actual hay demasiados espectadores y pocos protagonistas. Vivimos en una sociedad epidérmica preñada de superficialidad en la que a quienes se comprometen y pelean por mejorar y cambiar las cosas se los persigue y aniquila.

Como decía antes, es indiferente la profesión, pero me preocupa profundamente la moda generalizada en determinados medios de comunicación que se impone por momentos, y en la que el insulto y la descalificación son gratuitos y abundantes en detrimento del diálogo, el respeto y la discrepancia. Debería indignarnos cada vez más la proliferación de cadenas con apoyos políticos y empresariales claramente definidos, cuyos programas de televisión basan el éxito en atemorizar y amedrentar a la ciudadanía diciendo a la mitad de España que la otra mitad está formada por una banda de cabrones egoístas e incompetentes. Para hacerlo tan sólo cuentan con el argumento del grito y la expresión soez, y con ello faltan a la más elemental ética y al respeto a la diferencia que deben revestir la convivencia democrática.

Otra cosa que nos debería preocupar seriamente es la despreocupación por que los jóvenes y los niños conozcan desde las escuelas los hechos históricos determinantes que acontecieron en España y que durante más de cuarenta años se ocultaron. En todos los países democráticos que conozco y que han tenido un periodo dominado por la represión y la dictadura se han hecho esfuerzos para contarlo y explicarlo en los planes de enseñanza; como también se ha intentado dar una respuesta desde la justicia. Aquí setenta y cinco años después todavía se sigue sin reconocer una parte de la historia.

Todos deberíamos sentir que algo muy injusto se está produciendo alrededor. Casi todos nos damos cuenta de que los valores democráticos están a la baja y no nos rebelamos. Todos asistimos al cambio de protagonismo en la esfera pública y privada en la que determinadas corporaciones marcan el ritmo y la melodía y casi nadie hace nada.

Pero sería injusto afirmar lo anterior con carácter absoluto. Por fortuna hay miles de personas en el mundo que entregan su vida por un ideal o en un trabajo solidario, humanizando los proyectos de cooperación, vigilando para evitar los latrocinios que se cometen con la cobertura de una ayuda humanitaria por falta de control. Son estos modelos los que una sociedad vigilante y comprometida debe seguir para cambiar las cosas, coordinando todos los esfuerzos en una forma permanente y sistemática hasta el punto de denunciar y hacer que se persigan las omisiones culpables.

Por ejemplo, lo que sucede en Haití, lo que tiene lugar en Somalia, en Myanmar, Afganistán o Pakistán, por citar sólo algunos de los más extremos; o lo que también está pasando en España con la renuncia a conquistas judiciales como la de la jurisdicción universal. Frente a un retroceso tan cierto como evidente, aunque se adorne de falsas ventajas, que redunda en perjuicio de las víctimas y a favor de la impunidad, debemos protestar y reaccionar a la vez que sentir vergüenza por esta triste decisión. España, que había conseguido un lugar en el mundo por la defensa de este principio y por su aplicación, hecho que despertó la esperanza de miles de víctimas, se ha hundido en la fosa de la vulgaridad jurídica al volver a defender una visión localista y estrecha del derecho penal internacional y de los derechos humanos.

LOS DERECHOS HUMANOS

La renuncia a las conquistas en pro de esos derechos humanos, entre los que se encuentra el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación, es el atentado más peligroso para una democracia que aspira a consolidar un liderazgo moral en la esfera internacional. Los que han propiciado esto no pasarán a la historia como aquellos que defendieron a los más necesitados de protección sino como los que facilitaron la impunidad de los perpetradores de las mayores masacres de la historia. Ésta es la realidad de una España que permite la existencia de cientos de miles de víctimas sin reconocerles la categoría de tales. Su olvido es su vergüenza.

En la sociedad globalizada actual, junto a los avances de la técnica y de los nuevos mecanismos de comunicación que han devenido en instrumentos indispensables para la democratización de las estructuras de participación y que están cambiando la relación de los ciudadanos con sus representantes, se han desarrollado las lacras de la guerra, del terrorismo, del crimen organizado, de la corrupción, del narcotráfico, de la violencia de género, de la xenofobia, de la intolerancia, de la exclusión, del racismo y de la impunidad. Frente a todas ellas los jueces deben asumir un papel protagonista, abandonando la vieja función de meros mediadores de normas. Deben ser profesionales dinámicos, científicamente preparados, responsables, de firmes convicciones democráticas, informados y esencialmente comprometidos con la sociedad a la que sirven para defenderla, sea cual sea el poder al que se enfrenten, de aquellas amenazas.

La JUSTICIA no sólo hay que aplicarla sino que también los ciudadanos deben percibirla así para ganar confianza en el sistema al comprobar que la independencia y la imparcialidad judiciales son una realidad y una garantía razonables. Es esa razonabilidad la que debe impregnar el ejercicio de la profesión de juez por encima del sectarismo ideológico, la cobardía, el miedo o la sumisión al poder político, orgánico o económico de turno.

Para desarrollar esa difícil labor, sobre todo cuando ésta se desempeña en su más alto grado, la dedicación a la misma no puede ser a tiempo parcial, ni puede estar contaminada por relaciones con colegios profesionales, empresas, despachos, entidades y personas con los cuales puede tener una relación de administración de Justicia. La integridad no sólo debe ser una afirmación en la carrera judicial, sino, sobre todo, un hecho constatable y fuera de toda duda. Hay que recuperar la imagen inmaculada del juez y para ello la sociedad debe exigir transparencia en la actuación y una evaluación permanente de la labor desarrollada por los operadores del Derecho.

LA INDEPENDENCIA JUDICIAL

La independencia judicial es una necesidad en una sociedad democrática, pero no es un privilegio de unos pocos, sino una obligación anudada a la responsabilidad y la legalidad.

El juez independiente es un juez responsable. Pero esa independencia debe proclamarse tanto hacia fuera como hacia dentro respecto de los organismos y de las estructuras que gobiernan y dirigen la Administración de Justicia. El diseño de cualquier carrera judicial permite que puedan existir jueces subjetivamente subordinados al poder interno, cuando, frente a sus requerimientos, asumen no incomodar a aquellos que deciden las promociones, los nombramientos y los reconocimientos profesionales. Por eso ningún cargo judicial debería ser vicario de una determinada asociación ni vitalicio, en especial en la cúspide de la pirámide, porque esa circunstancia puede derivar o generar un poder corporativo que al carecer de contrapeso equivalente puede producir inseguridad jurídica en quienes están bajo la vigilancia jerárquica de quien impone una especie de dependencia interpretativa de la ley y dominan esa instancia. Ello, de hecho, puede conducir a la eliminación de la libertad y de la autonomía en la interpretación de las normas en instancias inferiores.

La amenaza de que una determinada forma de interpretar las normas se criminalice, cuando contradice esa interpretación oficialista, es suficiente para acabar con la independencia judicial.

Pero la reacción ciudadana no debe limitarse a denunciar los déficits de la Administración de Justicia —cuyos titulares, con carácter general, hacen una buena aunque insuficiente labor en los ámbitos civil, penal, social y contencioso—, sino principalmente a exigir a aquellos que no son capaces de ofrecer soluciones creíbles y que actúan por intereses particulares, políticos o corporativos en la designación de los cargos judiciales o constitucionales que asuman su labor democrática en favor del servicio público y en defensa de la Constitución. No pueden continuar sin hacerse efectivos los nombramientos de magistrados del Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo porque los intereses políticos de los grandes partidos lo impidan. Esta parálisis demuestra por una parte que se antepone el interés privado de un partido político determinado que cuenta con la aparente sumisión del candidato por encima de la exigencia del correcto funcionamiento democrático de las instituciones y por otra que priman esos intereses asociados sobre la necesidad de que el máximo órgano de la justicia constitucional funcione al completo. Debería introducirse un mecanismo según el cual existiera un tiempo máximo preceptivo para tales designaciones y en caso de no cumplirlo se exigieran responsabilidades políticas al más alto nivel.

Por último y aunque ya he mencionado el tema de los medios de comunicación hay una cuestión que me interesa resaltar y es el papel que desempeñan éstos en el campo de la Justicia, y cómo conjugar los intereses de la información con la defensa de los derechos de los justiciables, sobre todo en las causas penales.

Por desgracia en España no existe ningún mecanismo de regulación de estas situaciones entre las estructuras afectadas. Los jueces y los fiscales y demás funcionarios judiciales y policiales, expertos, etcétera no firman a la toma de posesión de su cargo ninguna cláusula de confidencialidad; tampoco lo hacen los profesionales del derecho; y por su parte los medios carecen de códigos al respecto. De modo que todos están sometidos a las normas generales de la Constitución, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y al Código Penal. En principio esto debería ser suficiente, pero no lo es.

Resulta ciertamente desalentador comprobar el poco ánimo de respetar el secreto sumarial por parte de los primeros como la poca voluntad de racionalizar la información sobre causas judiciales por parte de la mayoría de los segundos.

Así, en una especie de carrera de velocidad, el primer grupo compite facilitando información, muchas veces poco objetiva, y el segundo la utiliza en función de los propios intereses, y todos contribuyen a que la Administración de Justicia se degrade y no deje de ser una de las instituciones peor valoradas por los ciudadanos españoles y a que se destruya la credibilidad de la misma en sus actuaciones. Nadie o muy pocos tienen en cuenta los derechos en juego. El respeto de los mismos no impide faltar a la verdad, intoxicar e incluso manipular para obtener una información exclusiva o adecuada al propio interés defendido. En el camino se pierde la eficacia y la seriedad de una institución básica del Estado.

Frente a esta realidad los ciudadanos debemos reaccionar rechazando el juego perverso de los que juegan y comercian con el engaño y se aprovechan de la posición de debilidad que algunos afectados padecen. La falsedad de algunas informaciones, conscientemente aireadas por los que las propalan, debería ser inmediata y obligatoriamente reparada ante el desmentido por el responsable de la investigación, porque cuando así no se hace los acontecimientos posteriores exculpatorios en el seno de la causa penal no impedirán el daño ya consumado en la persona afectada

EL PAPEL DE LA SOCIEDAD CIVIL

Por todo lo anterior es preciso REACCIONAR PARA AVANZAR EN LA CONSECUCIÓN de cambios sustanciales y definitivos que contribuyan a generar una conciencia clara que evite la destrucción de la sociedad actual como comunidad de encuentro y solidaridad.

Es el momento de que la SOCIEDAD CIVIL ACTÚE UNIDA, mano con mano, hombro con hombro, como en las grandes ocasiones en las que ha sido convocada a salvar la situación. Hoy es el momento en el que, más allá del esfuerzo diario de sobrevivir, debemos ser capaces de poner fin a las acciones de los que quieren aprovecharse de las instituciones, corrompiéndolas y destruyéndolas, y de conseguir su expulsión de la vida pública.

Es ciertamente el tiempo DE REIVINDICAR la presencia y puesta en práctica en la vida pública de los VALORES BÁSICOS que conforman la convivencia en democracia.

Es el momento de EXIGIR UNA VERDADERA INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD de los jueces, pero también de exigir PROBIDAD E INTEGRIDAD de los mismos ahuyentando cualquier forma de presión jerárquica que limite aquellos valores.

Es también la hora de DENUNCIAR EL ANQUILOSAMIENTO de ciertas instituciones por culpa de intereses de partido.

Es la definitiva ocasión de CONSTRUIR UNA SOCIEDAD MÁS LIBRE, INCLUSIVA, DEMOCRÁTICA Y EN PAZ, y en la que todos asumamos, sin trampas, la erradicación de la violencia como mecanismo de participación política y el respeto a la diversidad en una sociedad universal.

También es indispensable un verdadero CONTRATO DE LOS POLÍTICOS CON LOS CIUDADANOS ante los que, en forma directa y sin intermediarios, rindan cuentas de su actuación política, abandonando los escudos que hoy encuentran en las burocracias de los aparatos de los partidos y hacerlo sin regates cortos ni trampas.

Es el momento, en fin, de encontrar el EQUILIBRIO ENTRE LIBERTAD, DEMOCRACIA, SEGURIDAD Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA.

Mis últimas palabras van dirigidas a los que dedican su esfuerzo a luchar por la justicia, la verdad y la reparación a las víctimas de tantas atrocidades, y que a veces son olvidadas, denostadas, culpabilizadas o tratadas de forma selectiva. Todo esfuerzo es poco para conseguir una auténtica reparación. Todas las instituciones y los responsables públicos y, más aún, toda la sociedad estamos obligados a comprometernos hasta que definitivamente se obtenga esa meta.

«Las víctimas nos muestran el camino que debemos seguir si queremos recuperar nuestra dignidad, porque ellas nunca la perdieron»[3].

ARTÍCULOS

Todo ciudadano/a tiene derecho a una política honesta y sin corrupción ejercida por representantes directamente elegidos por el pueblo.

Todo ciudadano/a tiene derecho a una justicia independiente e imparcial, responsable y comprometida con la sociedad, que otorgue a las víctimas una verdadera reparación y protección de sus derechos.

Todo ciudadano/a tiene derecho a unos medios de comunicación libres, alejados de la manipulación y que ofrezcan información veraz y contrastada.

*Baltasar Garzón (Torres, Jaén, 1955) es magistrado y consultor de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional. Es titular del Juzgado de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional aunque está suspendido de sus funciones tras ser imputado por intentar investigar los crímenes del franquismo por la querella interpuesta por organizaciones de extrema derecha. Es doctor honoris causa por más de una veintena de universidades y entre los procesos judiciales más relevantes que ha instruido se cuenta la causa contra Augusto Pinochet y las dictaduras de Chile y Argentina, el terrorismo de Estado de los GAL, el caso Gürtel, el terrorismo de ETA o el narcotráfico en Galicia.


[1] Baltasar Garzón, prólogo a Breve historia de la corrupción, de Carlo Al­berto Brioschi, Taurus, Madrid, 2010, pág. 16.

[2] Ibídem, pág. 17.

[3] Baltasar Garzón, La fuerza de la razón, Debate, Barcelona, 2011.

 

 

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