Tan limpia era su convicción, que no diferenciaba su vida pública legal de su condición de militante clandestino, lo cual le hizo descuidar, en no pocas ocasiones su seguridad. Así era Gerardo Quevedo Cobos
Cuando naufragaron en medio del Caribe, alejados de toda ruta comercial, quedaron flotando a la deriva sostenidos apenas por los restos frágiles de una embarcación desintegrada. Gerardo hablaba y les hacia hablar, manteniendo la moral del grupo con chistes y chanzas, remembranzas jocosas y proyectos inverosímiles de aventuras, así vieron atardecer el primer día y despuntar el alba del segundo, hasta enceguecer con los reflejos del sol del trópico, mientras las fuerzas decrecían y el ánimo flaqueaba. Y cuando alguno se sintió tentado a descansar con la muerte, a golpes le revivió Gerardo el ansia de vida, gritándole que todos o ninguno.
Horas más tarde un yate de turistas rescataba a un puñado de hombres de piel arrugada que con un brazo sujetaban el mástil errante y con el otro mantenían a flote la vida de sus compañeros.
Ese episodio retrata de cuerpo entero a Gerardo Quevedo.
Por eso se equivocan quienes desean erigir su imagen como símbolo ante la guerra sucia. Su fuerza está en la vida, en su siembra de grandeza, generosidad y amor por la patria de Bolívar, que convocan hoy a la imaginación, la unidad, el valor, la alegría de una generación de patriotas que está abriéndole el camino a la Colombia nueva.
Su detención, desaparición y asesinato a manos de cuerpos especiales de la inteligencia militar, pudieran llevar a calificarlo como víctima. Pero en un país donde no son una, dos ni tres sino miles, ya no hay víctimas individuales: hay tragedia colectiva. Y ya no es opción la muerte sino la vida.
Ahí están las claves de la elección de Gerardo, quien lo tuviera todo para asegurarse una existencia cómoda y sin complicaciones. Graduado de Ingeniería Industrial, desempeñó con eficacia cargos directivos en varias empresas, para después dedicarse a recorrer Colombia y la América Latina, comprobando las identidades y la vocación libertaria de este nuevo mundo. Así empezó a moldear su opción de lucha y rebeldía. Todavía buscado su lugar bajo el sol, hizo estudios de postgrado en Ciencias Políticas, en París, para regresar a Colombia en lucha contra la dictadura civil de Turbay y Camacho Leyva. Se hizo cargo de la gerencia de Alternativa, al mismo tiempo que iniciaba su militancia en el M-19, cuyas estructuras sufrían el remezón de la violencia oficial, la tortura y el asesinato desatados contra el conjunto de organizaciones democráticas y populares del país.
Situaciones de esta naturaleza maduran la convicción revolucionaria de los pueblos y así ocurrió en Colombia ante el desenfreno de los partidarios de la guerra: una generación de luchadores -gerentes o sindicalistas, parlamentarios o dirigentes cívicos, estudiantes o campesinos- abrazaron la causa armada sin escalas intermedias ni vacilaciones errantes. Fue el caso de Gerardo Quevedo.
Tan limpia era su convicción, que no diferenciaba su vida pública legal de su condición de militante clandestino, lo cual le hizo descuidar, en no pocas ocasiones su seguridad. Ante sí mismo, jamás cupo nombre de combate distinto al del ciudadano y fue, para quienes le conocieron, Gerado Quevedo ejecutivo o comandante, amigo o compañero.
Su sentido descomplicado de la eficacia y jovialidad contagiosa muy pronto tendieron con Jaime Bateman el puente de la identificación, que se hizo hermandad entrañable con el tiempo.
La confianza de Bateman hacia Gerardo -asumida también por Iván Marino Ospina, Alvaro Fayad, Carlos Pizarro y cuantos le conocieron- arraigaba en esa forma suya de ser radical: radical en cuanto sólo se casaba con proyectos grandes, generando convicciones profundas en torno a ellos.
Con esa mentalidad, con esa pasión por lo grande, Quevedo cumplió un papel destacadísimo en la lucha por derrotar al militarismo del régimen turbayista. Participó en la toma de decisiones político-militares del M-19 y encabezó el equipo responsable de dotar al pueblo en armas de los recursos indispensables para el desarrollo de sus luchas. Aeropesca, El Karina y otros operativos de magnitud semejante, son los frutos de tal esfuerzo.
En esa época, el M-19 daba los primeros pasos en la conformación de núcleos de ejército, instrumento indispensable para enfrentar, en la política y en la guerra a un régimen minoritario negado a escuchar el clamor nacional por las buenas.
Sin embargo, una nación desangrada por tres décadas de violencia, demandaba la búsqueda de soluciones diferentes a la guerra.
Mirando retrospectivamente, el lanzamiento de la propuesta de paz por el M-19, podría interpretarse como una gran locura si se toma en cuenta el estado de sus estructuras. Pero como decía Gerardo, bandera que cabe en el bolsillo no es bandera sino pañuelo, y la historia de los años siguientes mostró la viabilidad de proyectos surgidos no con las razones de la propia fuerza, sino con las de la patria y pueblo. Lo que desplegó el M-19 fue un gran propósito nacional que retomaron las fuerzas más disímiles, para dar pie - con combates civiles, políticos y político-militar- al proceso de paz en el que se comprometió inicialmente el gobierno de Belisario Betancur.
Pertenecían quienes propusieron tamaña empresa a esa categoría de hombres que proclaman sin dudas realidades futuras como hechos presentes, sin pensar siquiera que sus afirmaciones sean falsas, creyendo que simplemente no les ha llegado la hora de ser verdaderas.
En esto radica la creatividad genial de los pioneros de la historia y puede ello explicar la gran audacia que distingue a dirigentes como Quevedo. Apostarle alto a la vida y al futuro parece ser la constante de su juego, así como el secreto de su vigencia duradera.
Así, el tesón generoso de Gerardo se volcó a manos llenas en proyectos que antecedieron el proceso unitario actual de las organizaciones político-militares colombianas y bolivarianas. Con aciertos y errores, pero siempre con hechos, se la jugó entera por una identidad oculta tras los sutiles tejidos del sectarismo, contribuyó a abrir el camino de la convivencia fraterna, de la cooperación indispensable. Es significativo, pues, que el único y último discurso de su vida fuera el que hizo, como representante del M-19, en la reciente reunión de comandantes de la Coordinadora Nacional Guerrillera.
Por el momento de la desaparición de Jaime Bateman, el naciente proceso de paz había frenado en seco, al trazar Belisario Betancur su línea diciendo “hasta aquí llego”. Nuevos combates civiles, sociales y político-militares habrían de extender esos límites hasta llegar a la firma de los acuerdos entre el gobierno y guerrilla en 1984. Tal fue la cúspide del proceso y ahí empezó su descenso, es decir, la guerra, reiniciada por el gobierno en niveles nunca antes conocidos.
Tuvo entonces el comandante Quevedo la responsabilidad de garantizar la ejecución de las orientaciones trazadas por la comandancia, coordinando a distintas fuerzas del M-19, función que desempeño hasta hace pocos meses, para pasar a asumir de lleno su condición de conductor político-militar de fuerzas nacionales. Y no en función de la guerra, sino de la paz, expresada en la convocatoria de un pacto nacional por el gobierno.
Golpe certero a la revolución colombiana es la muerte de este gran dirigente, de este querido compañero. Pero la vida de los grandes es siembra, y todo aquello que inculco su ejemplo, se hace fuerza para la construcción de lo nuevo.
Las tareas y metas del momento convocan a hombres, a patriotas y a comandantes como Gerardo; y exigen de ellos la misma ambición para apostarle a lo grande; la misma audacia para transitar hacia la paz aún por los caminos más insospechados; la misma alegría para vencer el dolor de la patria que se desangra; y la misma generosidad para reconocernos todos como hombres colombianos, por encima de las heridas abiertas de la guerra entre hermanos.
*Nº 6 (Debate 33) abril de 1991