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4 noviembre 2025 2 04 /11 /noviembre /2025 20:57

“Estaba todo pre organizado: los dejamos entrar, cerramos y aquí acabamos  con lo que no sirve de una vez y el narcotráfico también nos sirve para el relato…”

Helena Urán Bidegain

 

“Son dos segundos de felicidad, porque después de esos dos segundos me imagino cada tortura, cada insulto, cada humillación y duele ver que mi papá salió en medio de militares y

 se desapareció”

Palabras de Gabriel cuando, en una grabación televisiva, ve salir vivo a su padre, el magistrado Julio César Andrade, del Palacio de Justicia.

 

“Yo estaba muerto. No lo sabía. Me di cuenta porque fui citado, hace seis años, en un juzgado para dar “versión libre” sobre mis andanzas, cuando se suponía que debía estar cuatro metros bajo tierra, acompañando a los muertos del Palacio de Justicia.” Esto me lo contó hace pocos días Fabio Mariño, actual embajador de Colombia en Panamá, mientras tomábamos un tinto acompañado por una arepa boyacense en la enorme casa que ocupa la sede diplomática en la nación hermana. “El ejército de Colombia, en su inteligencia de la época, cuando dijo que había dado de baja a 39 guerrilleros, con todo el procedimiento antijurídico con la retoma y la destrucción de pruebas, son estos y mostró los talegos negros y le pusieron a la bolsa número 89 “Fabio Alejandro Mariño Vargas”. Cuando caigo preso en Cali, una fiscal se desplaza desde Bogotá para averiguar porqué diablos sigo vivo.” 

 

Hipólito Blanco, su seudónimo en el antiguo M-19, es un convencido de las bondades del perdón y lleva tatuado en su alma el dolor sobre lo ocurrido en el Palacio de Justicia. Para que haya perdón debe aflorar la verdad y es lo que funcionarios judiciales y castrenses han evadido a lo largo de todos estos años, nos dice y prosigue con su relato: “El M-19 no provocó el incendio y las pruebas balísticas demuestran que los magistrados no murieron a quema ropa por los guerrilleros. Es lo que se constata en la investigación del antropólogo David Marín García, que aparece en su libro “Perdida en el fuego”, demostrando minuto a minuto, durante veintisiete horas, la intención deliberada de los militares de acabar, esto es lo dantesco, con todo y con todos, para luego mostrarle a la opinión pública su botín de guerra.”

 

Este mismo sinsabor expresa Helena Urán en la exhaustiva investigación que ha realizado para develar la historia de su padre, el magistrado Carlos Horacio Urán. Ella y toda su familia debieron vivir durante años silenciadas por un estado que no brindaba garantías. Al intentar descubrir la verdad fueron obligadas al exilio, sopena de terminar muertas o desaparecidas. Un ex agente de inteligencia, Jose Leonairo Dorado, le corroboró algo espeluznante: su padre ya era objetivo militar antes de la toma, con esta se les facilitó el trabajo. Todo obedecía a seguimientos que lo mostraban como una persona crítica respecto a las actuaciones de los militares, en palabras de Dorado: “..como abogado defensor de personas que nosotros considerábamos al margen de la ley, era una persona objeto de seguimiento y ya sabíamos que tenía algunos nexos, por estas circunstancias no fue entregado.” Pero no era el único, todos los magistrados no eran “dignos de ser cuidados”. Asegura algo que pone los pelos de punta: los magistrados eran objetivo militar, en sus palabras: “Todo obedeció a que se dio la oportunidad, en la retoma, de lograr borrar evidencias, acciones en contra de personas, como de los archivos, de expedientes que llevaba el Palacio de Justicia.”

 

Los magistrados que salieron con vida, sintieron un alivio al estar en manos del ejército y no sospechaban que estos debían terminar la misión: matarlos y, en lo posible, desaparecerlos. Fue lo que ocurrió con los magistrados Carlos Horacio Urán, Jorge Alberto Echeverri Correa y Julio César Andrade. Este último también salió con vida y apenas hace siete años la familia se enteró por una grabación televisiva. Al hacer exhumar los restos que les habían entregado correspondían a otro de los desaparecidos, Jaime Beltrán, un empleado de la cafetería. Lo mismo ocurrió con la tumba del magistrado Echeverri, sus familiares al verificar los restos, muchos años después, se dieron cuenta que habían estado rezando a otro empleado de la cafetería, dado por desaparecido: Bernardo Beltrán.

 

Por eso no es extraño que a una de las bolsas de los ejecutados por el ejército le hubiesen puesto el nombre de Fabio Mariño. La idea era hacer aparecer a todos los muertos como miembros de la guerrilla o en su defecto hacerlos aparecer como asesinados por ellos. Al pacto de silencio e impunidad se unió el estado, por ello el ministro de gobierno, Jaime Castro, pidió celeridad tirando los cuerpos, así estén identificados, en fosas comunes, según consta en las actas de los ministros.

Podríamos decir que los guerrilleros –excepto los que salieron vivos- murieron en su lucha. ¿Pero por qué los magistrados? ¿Por qué el ejército encaminó sus armas hacia ellos? Eran la conciencia moral del estado y gozaban de la mayor credibilidad en ese momento. Su pecado consistía en tener en sus manos 1800 procesos que involucraban a las fuerzas armadas y todos ellos eran provenientes de familias de clase media, personas que habían ascendido profesional y socialmente a pulso, a fuerza de estudio y dedicación. ¿Habría obrado el gobierno y la fuerza pública, en el momento de la toma, con el mismo deseo de “acabar con todo y con todos”, si algunos de ellos ostentaran apellidos de familias pudientes o de evidente ascendiente con el poder? La respuesta es obvia.

 

Qué paradoja: la justicia que fue desamparada por el estado, en ese momento histórico, no ha podido, cuarenta años después, hacer justicia. ¿Qué hilos se siguen moviendo para taparse unos y otros? Estas son las situaciones que debilitan la visión que los colombianos tenemos de la justicia. Es una visión que debe romperse. Esa columna moral que fue cobardemente inmolada en 1985, hoy no goza de la misma credibilidad. Las altas cortes, los fiscales y los jueces han ocupado durante los últimos años las primeras páginas de los periódicos y no por sus actos probos o como demostración de su independencia con respecto a los otros poderes. No. Muchos de ellos se han visto involucrados en actos de corrupción, recibiendo dineros por sacar libres a delincuentes de todas las pelambres, por desaparecer expedientes, por engavetar procesos, por facilitar el vencimiento de términos para que el responsable salga libre, por descalificar las pruebas para quitarle los cargos al imputado, por dilatar o aminorar sentencias. Han movido sus influencias para lograr que sus familiares obtengan altos cargos a cambio de favores a políticos que están siendo investigados. Los casos más recientes son el de Carlos Camargo, que utilizó su cargo en la Defensoría para dar puestos a familiares de los magistrados que luego lo eligieron como magistrado de la Corte Constitucional. Y el caso más desvergonzado: el de Álvaro Uribe Vélez, sentenciado a 12 años por delitos debidamente comprobados y luego absuelto por el Tribunal de Bogotá, en el que uno de los togados, Manuel Antonio Merchán, tiene un prontuario que lo acerca a los intereses del condenado.

 

Primero la justicia limpia, cercada y tranquilamente inmolada, años después la justicia permeada por dineros del narcotráfico y cómplice, a cambio de dinero y de puestos, de políticos corruptos. “El Cartel de la Toga”, es el triste nombre de quienes torcían alegremente procesos y veredictos, en la Comisión de la Verdad se resume su perversa tarea: “desviaban investigaciones y dilataban procesos, conseguían y utilizaban información privilegiada, retardaban los trámites, alteraban evidencias y restaban credibilidad a los testigos a través de medios de comunicación. Todo para favorecer a quienes pagaban por estos «servicios», para obtener decisiones judiciales favorables, que aparentaban ser legales.”

Los hilos de la tarde languidecen y en la charla con Fabio se avivan los recuerdos de los periodos oscuros a los que nos llevó la violencia. En sus palabras y en su piel carga el país entero, su drama y su indeclinable esperanza:

 

Hay una herida muy profunda que es la desaparición de mi hermana, la menor de la familia. A ella la desaparecen por ser mi hermana, ella no era del M-19. Por tener mi apellido, la capturan y la desaparecen. En la desaparición hay un grito silencioso permanente que le está diciendo a uno ¡oye quiubo, aquí estoy! Es ver a alguien, que se le parece, en la calle y seguirla pensando que es ella, es volver una y otra vez al último encuentro, a la última imagen que guardo de ella. Es una angustia, una herida que no se cierra. Es el palacio en llamas, en un incendio que se niega a apagar porque la verdad no termina de contarse, los compañeros caídos, los magistrados, los desaparecidos que reclaman su nombre, los rostros de una violencia que se ha llevado la vida de tantos colombianos. Pero he tenido la posibilidad de resarcir tanto dolor con la experiencia del perdón. Perdonar y ser perdonado aliviana y sana. Para que suceda víctima y victimario deben sentir que aflora la verdad y que hay un ánimo sincero, que ambos desean restaurar un hilo sagrado que por distintas circunstancias se rompió.”

 

 

@ruben_dario1958

* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

 

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