EL FLACO DEL M
Por Enrique Santos Calderón
La indeleble huella que, para bien y para mal, dejó Jaime Bateman Cayón sobre la guerrilla colombiana.
¿Qué decir sobre un tipo que nos marcó tanto en la vida?
A mí, porque lo conocí. Y me consta el peso de su huella. Pero también, a toda una generación colombiana que, aunque no lo hubiera conocido, y no lo sepa, ha sentido el paso de Jaime Bateman Cayón por su existencia.
Porque, para bien o para mal, el ‘flaco’ Bateman cambió la manera de actuar de la guerrilla colombiana. Y si la guerrilla en esta Colombia de fin de siglo es –y eso sí lo sabe todo el mundo– un factor de poder que tiene al Estado colombiano y a la comunidad internacional en el plan de negociar con ella, esto tiene que ver con la influencia que sobre ella –sobre esa forma de hacer política con el fusil– tuvieron Jaime Bateman y el movimiento armado de “nuevo tipo”, más urbano, heterodoxo y amplio, que él creó y lideró hasta el día de su muerte en las selvas del Darién. Y no propiamente en combate, sino en misión pacifista, que terminó en extraño accidente aéreo, cuando se dirigía a Panamá durante las negociaciones iniciales con el gobierno de Belisario Betancur. Bateman fue el primer dirigente guerrillero de extracción marxista en hablar sin tapujos de negociación, diálogo y paz. Y en asumir lo que decía. Porque también fue el primero en entender que, a esa insurgencia armada de origen campesino, inspirada en las revoluciones cubana, argelina, china, vietnamita o soviética, y alimentada de nuestra propia larga historia de guerras civiles y resistencias rurales armadas, había que darle una proyección política más real e inmediata, que la insertara en la sociedad colombiana de su tiempo. Su fastidio con la ortodoxia marxista-leninista; su afán por acercarse a lo popular en cualquiera de sus formas; su irreverencia frente a dogmatismos y sectarismos; esa informalidad tras la cual se ocultaba una recia vocación militante, le llegaron muy hondo a una juventud que en los años 70 creía que Colombia necesitaba un cambio radical.
El ‘flaco’ Bateman creó a puro pulso, a fuerza de convicción y personalidad, el Movimiento 19 de Abril (M-19), que en febrero de 1974 sorprendió al país con su insólito robo de la espada de Bolívar. Acción que resumía todo el sentido nacionalista revolucionario que intentó darle a la lucha guerrillera.
Y, también, el gusto por lo espectacular-publicitario que habría de caracterizar muchas de las acciones del M-19.
¿Dónde están las masas?
Este hombre atropelladamente costeño y esencialmente criollo, con su aire desgarbado de basquetbolista samario; este inventor del ‘eme’, educado al calor de las luchas callejeras de la Juventud Comunista en la Bogotá de los 60, este activista incansable, impregnado también de cheveridad y trópico, que se aburrió de echar piedra en la Nacional y de ponerle petardos al Colombo Americano, para incorporarse a las Farc a comienzos de los 70, para luego salir de allí, aburrido e impaciente, a seguir el combate en otros escenarios, este personaje original y audaz fue de los primeros egresados del monte que planteó que la guerrilla colombiana debía cambiar su perspectiva de poder. Y acercarse a los movimientos de masas urbanos que en esa época habían llevado a Allende al gobierno en Chile y convertido a la Anapo en una alternativa popular en Colombia. La frustración de ambas experiencias confirmó a Bateman en su creencia de que a los movimientos populares que enfrentaban a la oligarquía (término de moda que siempre le gustó) no les servía con ganar en las urnas, si no tenían un sustento armado que hiciera respetar la voluntad popular. No es casual que el mismo nombre del movimiento que creó arrancara de la fecha –19 de abril del 70– en que Rojas Pinilla perdió unas elecciones aparentemente fraudulentas; ni que la consigna inicial del ‘eme’ fuera “¡Con el Pueblo, con las Armas, con María Eugenia, Al poder¡”.
El nombre de la hija del caudillo fue suprimido después, cuando las acciones armadas del M-19 llevaron a las nerviosas jerarquías de la Anapo a disociarse del mismo. Bateman patrocinó, entonces, la “Anapo Socialista”, de donde salieron líderes y parlamentarios anapistas, como Carlos Toledo Plata, Andrés Almarales o Israel Santamaría, que forman parte de la larguísima lista de hombres y mujeres de muy diferentes procedencias que dieron su vida por este movimiento. Mientras la Anapo se disolvía en sus contradicciones clientelistas, el M-19 se disparaba como organización político-militar que reclutaba a gente de todas partes y protagonizaba acciones armadas que combinaban el impacto noticioso con el político. Años más tarde, Bateman impulsó, en unión con la revista Alternativa y numerosas personalidades democráticas (algunas de las cuales no estaban muy al tanto de ese patrocinio), el movimiento Firmes, que confirmaba su convicción de que toda lucha armada debía tener una proyección amplia, legal y cívica.
Todo esto, para desconcierto y fastidio de la guerrilla “histórica”, que veía las iniciativas del ‘flaco’ Bateman con una mezcla de admiración y desconfianza. El EPL, preso aún de purismos maoístas (y que en los años 80 firmaría la paz junto con el M-19), juzgaba el reparto en barrios populares de mercados decomisados a camiones de Carulla como “reformismo armado de corte populista”. Para las FARC, nada bueno podía producir un movimiento fundado por quien había abandonado sus filas. Al ELN, el solo discurso amplio e informal de Bateman, quien hablaba de diálogo, paz y política, le parecía peligrosamente sacrílego.
Lo bueno, lo malo y lo feo
En su alocada y creativa carrera revolucionaria, antes de que la muerte lo asaltara a los 43 años en los cielos del Darién, Jaime Bateman Cayón dejó, pues, su huella indeleble sobre lo que, 16 años más tarde, es el movimiento armado que, a paciencia y conciencia, sembró la izquierda marxista en las montañas y selvas de Colombia en la década de los 60. Y, también, en lo que se ha convertido una guerrilla en la cual al pueblo colombiano le cuesta trabajo encontrar hoy los referentes humanos o políticos que encarnaron un Camilo Torres o un Che Guevara.
Porque en la progresiva perversión de métodos y valores que en la última década ha carcomido la identidad política de la insurgencia armada, algo tuvo que ver el ‘flaco’ Bateman. En la medida en que fue el primero en entender, tecnificar y aplicar a fondo –para fines tanto políticos, propagandísticos como económicos– la práctica del secuestro, que viola el más elemental de los derechos humanos y destruye la ética revolucionaria. Y que hoy tiene al país convulsionado y ha generado los brutales anticuerpos del paramilitarismo.
El M-19 refinó y llevó el método de la “retención revolucionaria” a dimensiones que la guerrilla no conocía. Secuestros para presionar la resolución de conflictos sindicales –como el del gerente de Indupalma, Hugo Ferreira Neira–, o para “juzgar a traidores de la clase obrera”, como el del presidente de la CTC, José Raquel Mercado (cuyo cadáver fue devuelto en bolsa de plástico). O secuestros puramente económicos, que no eran reivindicados públicamente, como los de tantos ejecutivos de empresas nacionales o multinacionales (Sears, Texaco, etc.). Todas estas acciones y muchas de otra índole, siempre con el sello de la espectacularidad, fueron ‘craneadas’ por la mente diabólicamente imaginativa del ‘flaco’ Bateman. Y en eso, la incidencia del M-19 sobre el resto del movimiento armado fue poco constructiva. Porque este asimiló el lado pragmático –la eficacia del secuestro, la manipulación de los medios, el cambio de lenguaje, etc.–, pero no el sentido que Bateman quería darle a la lucha armada como instrumento para ampliar la democracia y reformular el sistema político.
Bateman pareció siempre pendiente del efecto político y social de las acciones de su movimiento. Que él procuraba diferenciar de las de la guerrilla clásica, por aquello de la conexión con la gente del común y el país real. Realidad que él juzgaba ajena a la de los núcleos ultra politizados de la izquierda, que se movían como sectas dogmáticas dentro de la universidad, y determinados sindicatos y organizaciones campesinas, sin llegarle nunca a la gran masa.
Un capital despilfarrado
En su obsesión por conectar la lucha armada con la política y las inquietudes populares, Bateman fue quien abrió el proceso de “diálogo nacional” entre el Estado, la sociedad y la guerrilla. El proceso de paz que se inició con Belisario Betancur y ha continuado con tan traumáticos altibajos hasta nuestros días, fue desencadenado por este samario singular, que se inició en la política como ‘tirapiedras’ de la Juventud Comunista y terminó fundando un movimiento al que entregaron sus vidas centenares de hombres y mujeres colombianos que creían estar luchando por un país mejor. A diferencia de tantos jefes guerrilleros que no lograron ni logran desprenderse del fusil, Bateman fue consecuente hasta el final en su convicción de que las armas eran un medio para una lucha democrática, y no un fin en sí mismas.
Murió, por eso, en misión de diálogo y paz y no de combate militar. Tras de sí dejó un movimiento que en gran medida propició la reforma constitucional del 91; que llegó a tener una votación impresionante de cerca de 950 mil votos, el 26 por ciento de la Asamblea Constituyente, y meses después eligió nueve senadores y catorce representantes, y que demostró que, pese a sus excesos y desmesuras, le había llegado a un país que reconoció en las urnas la transparencia de su adiós a las armas.
Pero el movimiento nunca pudo superar bien la desaparición de su inspirador.
Que el M-19 no hubiera estado a la altura de sus circunstancias, ni de la cuota de sangre y dolor (propios y ajenos) que acompañó su historia; que haya despilfarrado un capital político logrado a costa de tanto sacrificio (que, como dicen socarronamente por ahí, “hubiera protagonizado el holocausto del Palacio de Justicia para terminar llevando al Congreso a Mario Laserna y a Pedrito Bonett”); esa lacónica parábola política podría atribuirse de manera algo simplista a los “gajes de la democracia”. Al riesgo que significa para una guerrilla hecha de clandestinidad y fierros, el brinco a la política abierta, llena de otras asechanzas.
Pero, dígase lo que se diga, cuando el M-19 se decidió a abandonar la forma de lucha armada y jugarse por la negociación y la paz, lo hizo de manera franca y limpia. Y queda –tal vez sobra decirlo– la gran pregunta: ¿cómo hubiera liderado Jaime Bateman esa transición del fusil al voto?
UN PROFETA DE LA PAZ
Antonio Caballero
Haciendo la guerra, pero queriendo la Paz
Conocí a Bateman en tiempos de la revista Alternativa en casa de Jorge Restrepo, a finales del 74. Justo en el momento en que estaba secuestrado José Raquel Mercado. Estaban haciendo toda esa consulta sobre si era culpable o inocente. No recuerdo bien qué era lo que escribían en los muros, sí o no.
Discutí mucho con él porque yo era enemigo del secuestro como método. Me parecía que si secuestraban a un tipo como José Raquel, tenían que ejecutarlo, o la cosa no era seria y me parecía muy grave que no tuvieran una salida distinta a eso. Pero, en fin, lo conocí en eso y me pareció un tipo muy simpático, como le pareció a todo el mundo, lleno de energía. Era la primera vez que yo conocía un tipo que estuviera haciendo la guerra, pero queriendo la paz.
Bateman no buscaba exactamente la victoria militar, ya que la veía como una cosa inalcanzable. Quería una victoria política, y eso fue lo que me pareció más interesante de él. En ese momento no estaba proponiendo diálogo ni cosas semejantes. Lo que estaba buscando era una acción política por medio de la acción militar. De ahí en adelante nos vimos varias veces en distintas circunstancias, no sólo para hablar de política, ni para hablar de lo que estaba pasando con el M-19, sino, por ejemplo, para jugar Risk. Jugábamos Risk con el Turco Fayad y con un amigo Montonero de ellos y mío que estaba exiliado aquí.
Insensatez
Después volvimos a vernos varias veces en un momento muy duro, que fue cuando lo de las armas del Cantón Norte. Habían detenido a Fayad, a la Mona, como a 50, no sé a cuántos más. Y un día me lo encontré casualmente en la esquina de la séptima con la Avenida Chile. Yo iba en un carrito y, de pronto, un jeep por detrás comenzó a golpearme el bomper... tan, tan, y entonces me voltié y el Flaco estaba exactamente como era. Se había dejado el bigote para disfrazarse. Estábamos en un semáforo. El se bajó del jeep y me dijo: «Nos vemos en el Cream Helado de allí, en la 70 con séptima». Bateman en ese momento era el tipo más buscado de Colombia y a mí me parecía completamente insensato lo que estaba haciendo él y lo que estaba haciendo yo, porque él estaba en la guerra, pero yo no.
¡Estaba en un Cream Helado a la luz del día con el tipo más buscado del país!
Me parecía una insensatez, pero en fin, así eran las cosas con Bateman.
Arrollador
Bateman nunca pretendió ni reclutarme, ni darme instrucciones, ni tirar línea. En realidad nunca pretendía eso, sino que discutía y convencía. Primero porque hablaba muy bien; pero sobre todo porque tenía muy pensadas las cosas y tenía mucha razón en lo que decía. No eran improvisaciones tácticas. El tenía una idea de fondo sobre qué era lo que había que hacer en este país. Convencerme a mí no era muy difícil porque yo estaba bastante de acuerdo con él en algunos temas. En fin, el Flaco me pareció un tipo absolutamente arrollador. Arrollador, de simpatía y de inteligencia. Un tipo que tenía razón.
...el sancocho nacional
Yo no sé cómo era Bateman echando un discurso en la guerrilla, pero hablando personalmente era muy bueno. En una reunión de cinco o seis personas era un tipo de un poder de convicción impresionante, entre otras cosas a causa del entusiasmo con que hablaba y de su propia convicción. Discutíamos mucho pero estábamos muy de acuerdo sobre las insensateces de este país. En la época del Cantón Norte, ya Bateman empezaba a hablar del Sancocho Nacional. Una idea que a mí me llamó muchísimo la atención y que finalmente acabó haciéndose.
En la medida en que no se ha hecho por completo el Sancocho Nacional, es que no se ha logrado la paz en este país.
Cinco años más...
Yo me enteré de la muerte de Bateman en Madrid. Me enteré por un amigo del M-19, una especie de diplomático que estaba realizando tareas en Europa y que era muy amigo del Flaco. Me enteré también por García Márquez, porque me llamó a contarme. Una de las cosas graves que pasaron en este país fue la muerte de Bateman. Hubiera sido muy importante que viviera unos cinco años más... Digo, cinco años más porque aquí no se sabe cuánto vive la gente. Me parecía un tipo con una claridad de ideas dentro de la izquierda colombiana, que es un masacote de organizaciones sin ninguna claridad de ideas en general, totalmente ortodoxa, sectaria y dogmática, y eso era lo que no era Bateman. El estaba mirando lo que pasaba en el país y lo que pasaba en el mundo. Sabía lo que ocurría en Washington, lo que pasaba en Trípoli y lo que pasaba en Cuba. Una cosa que me parecía fundamental en Bateman era que ninguno de sus análisis políticos estaba imbuido por el odio o por razones de venganza estratégica. Buscaba lo que fuera de verdad bueno para la pacificación de este país. Una pacificación que evidentemente pasara a través de la justicia. Ya desde esa época se veía que se iban a morir de viejos todos los guerrilleros en Colombia. Bateman entendía que la guerrilla sólo tenía sentido si era para lograr algo en un plazo humano, pero no un plazo de siglos.
NO LE GUSTABA HACER LA GUERRA
ANTONIO CABALLERO
Jaime Bateman era un jefe guerrillero: andaba por el monte echando tiros. Pero por lo que de él se decía, y por lo que decía él mismo, daba la impresión de no ser un jefe guerrillero común y corriente. Para empezar, no le gustaba hacer la guerra. En una admirable entrevista que le hizo poco antes de su muerte el sociólogo Alfredo Molano, y que publicó en estos días la revista Semana, Bateman, de entrada, tiraba lejos la pistola: «Guarden esa joda por ahí. Algún día habrá que dejarlas porque son incomodísimas». ¿Incomodísimas las pistolas? Con las guerras suele suceder — y eso es lo peor que tienen — que las hacen aquellos a quienes; les gusta hacerlas, aquellos a quienes les encantan las pistolas. Los guerrilleros son por lo general tan militaristas como los militares que hacen contraguerrilla desde enfrente. Entonces pasa que, cuando ganan — como cuando ganan los de enfrente— toda la vida del país que ha sufrido la guerra queda militarizada. Y la militarización puede ser útil para hacer las guerras: pero es catastrófica para vivir en paz.
Hay que cantar a la vida
A Jaime Bateman no le gustaba hacer la guerra, sino hacer la rumba: lo más contrario a la vida militar que queda imaginar. «Hay que bailar —le decía a Alfredo Molano— y hay que cantar. Y no sólo a la muerte, ni cantar sólo a las derrotas. Hay que cantar a la vida, porque si se vive en función de la muerte uno está ya muerto».
A Bateman no le gustaba la muerte, ni matar, ni estar muerto. Si hacía la guerra, era sólo porque le parecía indispensable para poder después hacer la rumba en paz.
Es eso lo que piden los manifiestos del M-19, tan poco radicales, tan moderados, tan despojados de pretensiones extremas, extremistas; simplemente una democracia honrada, y un poco de justicia y paz. Y es trágico que la situación de Colombia sea tal que un hombre que por otro lado desplegaba tanta imaginación como Jaime Bateman, tanta inteligencia y apertura de espíritu, tan poco fanatismo, tanta moderación y talento político, hubiera llegado a la convicción de que en Colombia la guerra es necesaria para poder vivir en paz. Para rumbear. Y en eso Bateman era un reflejo de Colombia, que es un país fundamentalmente rumbero, de arriba a abajo, de los Andes a la Costa, Pero que, por el ansia de ser tomado en serio, se avergüenza de serlo. Un ejemplo de esta doble actitud es el que dio durante cuatro años el ex-presidente Turbay, a quien le fascinaba el baile y que no pensaba más que en armar la fiesta pero que se sentía obligado a disfrazar sus ansias frenéticas de rumba con pretextos de Estado. Y esa hipocresía no es sino el síntoma de una enfermedad del carácter que aqueja a muchos colombianos, y que consiste en que quieren ser lo que no son, y pretenden parecer algo distinto. Para empezar, no parecen colombianos. Es un síntoma de colonización espiritual: quieren aparentar ser algo que por ser extranjero es mejor que lo propio, y su máxima aspiración consiste en aparentarlo tan bien que la perfección del disfraz les sea reconocida oficialmente mediante un cargo de funcionario colonial: gerente para Colombia de una empresa multinacional, con sueldo en dólares, o comisario político de un partido internacionalista con viáticos en rublos. Pero no quieren ser colombianos; qué horror. Es más: no quieren que los extranjeros los tomen por colombianos, porque les da vergüenza.
Este país está lleno de brujos y de brujería
Bateman, al contrario, no quería ser funcionario colonial: prefería ser colombiano. No le parecía un horror serlo, ni se avergonzaba de sus compatriotas porque lo fueran. La patria, antes que una tierra, es una gente. Y a ser patriota se empieza siendo compatriota. En una entrevista publicada por Semana decía, hablando de la izquierda colombiana tradicional: «Cuando a un marxista se le aparece un brujo con barbas y cucharas, con yerbas y sonajeros, no sabe qué hacer, se caga de susto, no lo mira, no lo respeta, porque el brujo no es científico, no es marxista... Olvida que este país está lleno de brujos y de brujerías. Y citaba a su mamá, que les decía a sus compañeros de la secta gnóstica: «Déjense de pendejadas, que polvo es polvo y esto es Macondo y no el Himalaya», Porque la mamá de Bateman es gnóstica. En un país de brujos con cucharas y de teóricos marxistas-leninistas, y de gramáticos defensores de la pureza del idioma, y de adoradores de José Gregorio Hernández, y de coqueros que hacen fiestas con los Rolling Stones, y de atracadores de bancos que huyen con su botín en un bus amarillo, y de curas de buena familia que se van a la guerrilla, y de bobos amarrados a un papayo, y de hechiceras que se presentan a elecciones, y de banqueros presos, y de asesinos de la moto y de premios Nobel de literatura, y de reinas de belleza, y de mafiosos que defienden la soberanía nacional, y de ministros de guerra que escriben poesía, y de magnates que van a visitar a Fidel Castro, y de presidentes que a veces son hijos de un arriero y a veces hijos de otro presidente, y de cardenales que son brigadieres generales, es apenas natural que la madre de un jefe guerrillero sea por lo menos gnóstica. (Un hermano de Jaime Bateman, por lo demás, era el acordeonista favorito del ex-presidente Turbay, que como ya se dijo, es un gran bailarín).
Desvergozadamente colombiano
Jaime Bateman había entendido que Colombia era así, y que eso no era motivo de vergüenza. Por eso había sido capaz de dirigir un grupo guerrillero tan desvergonzadamente colombiano que se anunciaba en la prensa en avisos limitados como si fuera un vermífugo contra los parásitos, para gran escándalo de la izquierda colonial, sin el menor respeto por la teoría y la praxis correctas del marxismo. Y que como primera acción política, para escándalo de la derecha colonizada, se robó de un museo la espada de Bolívar, sin el menor respeto. No por Bolívar, sino por el museo. A Jaime Bateman le importaba más Colombia que el marxismo, y más los colombianos que los museos. Era un patriota. Y por eso mismo, un compatriota del cual se podía sentir verdadero orgullo. Porque luchaba justamente para que Colombia fuera de verdad colombiana, y orgullosa de serlo, y no un país colonizado y colonial del cual, por serlo, hubiera que sentirse avergonzado. Todo esto suena un poco pomposo. Pero es que los colombianos también tendemos a ser algo pomposos cuando hablamos de la patria y de cosas así.